lunes, 14 de febrero de 2011

HOY: UNO ROMÁNTICO



Como se celebra hoy el día de San Valentín (Día de los Enamorados) nada mejor que un relato romántico con una canción suavecita.
Espero que os guste.

EL PIANO

El día que vi llegar aquel enorme piano a casa no podía imaginar la trascendencia que iba a tener en mi vida.



Mi marido se empeñó en regalármelo porque sabía que desde que era niña, había tenido la ilusión de saber tocarlo, pero cuando vi en el salón de casa aquel majestuoso instrumento, me impuso cierto respeto. Sin duda, el paso de los años hace que se vean las cosas con una perspectiva distinta y que hasta las ilusiones cambien, porque la verdad es que aquel empeño de mi infancia no despertaba en mí el mismo interés en la actualidad, pero le vi tan emocionado que no me atreví a negarme a tomar las clases que de inmediato me propuso.


Hizo venir a casa a uno de los mejores profesores del conservatorio, lo cual me puso en un aprieto aún mayor pues no había forma de escaparse de la enseñanza ni un solo día.


Lo que ocurrió después no lo hubiese imaginado nunca.


Juro que quise alejar aquella imagen de mi mente, lo intenté día tras día y sobre todo, noche tras noche, pero no fui capaz de desterrarla de allí, llegando a instalarse en mi cerebro como un “ocupa” al que no hay forma de echar de un territorio que no es el suyo.


Miraba sus dedos deslizarse por las teclas del piano: ágiles, seguros, firmes y delicados a la vez; acariciándolo, haciendo brotar un sonido que yo casi ni percibía porque mientras veía aquellas manos estaba inconscientemente imaginándolas deslizarse por mi cuerpo, recorriéndolo, haciéndolo vibrar con la misma suavidad con la que sonaban las teclas del piano.



Pronto supe que la música no era más que una disculpa para lo que se estaba fraguando allí.





Tenía una mirada tan profunda que me perdía en sus ojos, me sentía hipnotizada ante aquel hombre que derramaba sensibilidad y delicadeza. Era como si todo él estuviese lleno de ternura y rebosase a través de sus manos cuando estas caminaban sobre las teclas del piano, aquellas teclas que empecé a envidiar cuando él las poseía, aquél piano que yo deseaba ser, cada día más.


De pronto, mi vida no tenía otro sentido más que esperar su llegada, el día no tenía otro aliciente sino aguardar su visita, y me quedaba completamente vacía cuando la clase terminaba y se iba.

Sabía que algo estaba pasando también en su interior porque poco a poco, las clases se fueron alargando. Él no tenía prisa en irse, y yo temía el momento en el que se marchaba porque desde el mismo instante en el que salía por la puerta, no hacía otra cosa más que empezar a contar el tiempo que faltaba para que regresase.


Miraba sus ojos y me embelesaba en ellos, era feliz si le veía reír por cualquier comentario mío, el resto del mundo no existía mientras estaba a mi lado, era como si el tiempo se detuviese, como si sólo existiésemos él y yo.


La música iba quedándose relegada a un segundo plano, porque ocupábamos el tiempo hablando de cosas que nada tenían que ver con ella. Yo escuchaba boquiabierta las anécdotas de sus clases en el conservatorio, de los muchos viajes que había hecho, de lo que significaba la enseñanza para él…


Le dejaba hablar, jamás le pregunté nada sobre su vida personal, no me interesaba más que aquél tiempo mágico que pasaba a mi lado y que había dado un sentido a mi vida.


No me equivoqué al pensar que sus manos tendrían la misma sensibilidad acariciando que sobre las teclas del piano. Si de ellas brotaban sonidos maravillosos, de mí misma también consiguió hacer que sintiese música dentro de mí.


Es complicado expresar con palabras lo que se puede sentir, creo que es imposible reflejar tanto sentimiento como había allí encerrado en aquellas tardes en las que el piano pasó a ser nuestro silencioso cómplice, nuestra disculpa.


Podía pasar horas junto a él sin necesidad de que ocurriese nada más que estar los dos abrazados, refugiados el uno en el otro, acurrucándome en él como una niña pequeña. Le hablaba como si le conociese de toda la vida, pues sentía que me comprendía, que me prestaba atención, y sobre todo, que sabía escucharme, que le importaba lo que a mí me pasaba, que le preocupaba lo que yo sintiese o lo que necesitase de él.


Era la primera vez en mi vida que me sentía realmente amada, jamás había sentido que nadie me quisiese de aquel modo.


Sin quererlo evitar, pasó de ser necesario a ser imprescindible.


A la sombra de aquel sentimiento pero con la misma intensidad, iba creciendo un complejo de culpabilidad que me acechaba como un enorme monstruo que quisiera engullirme.


Hubiera dado media vida por no tener conciencia, hubiese hecho lo que fuese por no haber tenido una educación tan estricta y religiosa como la que había recibido de niña y que había dejado unas raíces en mí que no me permitían dormir tranquila.


Los remordimientos pesaban tanto que sólo conseguía relajarme cuando estaba con él, cuando me perdía entre sus brazos y me sentía segura, inalcanzable para nadie que no fuese él, inalcanzable hasta para mi propia conciencia. Pero cuando se iba y me quedaba sola en la enorme casa, la veía llenarse de fantasmas que me hacían tambalear como una brizna de hierba azotada por un vendaval.


Veía llegar a mi marido a casa y tenía que hacer enormes esfuerzos para no echarme al suelo implorando perdón. Le miraba a mi lado en la mesa, como tantos años atrás, a mi lado en la cama, a mi lado en el coche… y buscaba sin darme cuenta algún motivo para odiarle, pero… nunca lo encontré.


Siempre fue el marido que todas mis amigas hubieran querido tener: correctísimo en el trato, caballeroso, educado, discreto, culto y aunque no excesivamente cariñoso, siempre me quiso, a su manera, pero me quiso.


Tal vez en esta última frase esté la raíz de todo, en que siempre me quiso a su manera, no a la mía, no a la manera que yo necesitaba, no como me hacía sentir querida mi amado profesor.


Nunca hablé de mi marido con él, ni él me preguntó. Los dos queríamos aprovechar el poco tiempo que pasábamos juntos para estar tranquilos, sin que ninguna preocupación alterase el momento, pero a pesar de ello, él llegó a conocerme tan bien, que intuyó lo que pasaba, y una sombra empezó a flotar entre nosotros.


Sabía que aquella situación no se podía prolongar eternamente, las clases cada vez duraban más pero yo seguía sin tener ni la menor idea de música, sin embargo, no quería pararme a pensar, me parecía que aquella forma de actuar, aquella doble vida que estaba llevando no era la mía, aquella falsedad no podía en modo alguno ser la forma de proceder de la mujer educada y perfeccionista que había sido siempre.



Necesitaba aquel amor tanto como respirar, pero también necesitaba vivir tranquila, no sentirme miserable unas horas del día y la dueña del mundo cuando él me abrazaba, pero era incapaz de tomar una decisión. La educación recibida me impedía plantearme la idea de la separación de mi marido, sin embargo no me impedía amar apasionadamente cada día a otra persona a la que la religión no me había unido pero a la que yo me sentía absolutamente ligada.


Supongo que la lucha interna que libraba hizo que él tomase la determinación que yo no era capaz de tomar:


-Dentro de una semana me voy de aquí- me dijo- tú decides si vienes conmigo o no.


Fue la semana más horrible de mi vida.


Para no coaccionarme, no volvió por casa, las clases de música se esfumaron y con ellas mi ilusión de cada día. Me dijo el día y la hora a la que se iba, me dejó un billete de avión a mi nombre sobre el piano, pero no me dejó ninguna dirección, si no iba con él, no habría forma de volver a verle.


Aquella mañana miré a mi marido y juraría que le encontré más triste, más apagado que otros días, aunque tal vez fuese un reflejo de lo que a mí me sucedía, de mi propio estado de ánimo.


Miré el reloj y él también lo miró, pero no dijo nada. Me dio un beso en la frente como cada día cuando se iba al trabajo y bajó la escalera despacio, sin mirar atrás.



Asomada entre las cortinas le vi echar una mirada de reojo a la ventana en la que estaba, no hizo ningún gesto, se metió en el coche y se fue.


Dejé pasar la hora del avión vagabundeando por las calles, sin rumbo fijo pero sin poder detenerme pues mis pies estaban en un sitio y mi cabeza volaba lejos de allí.


Cuando llegué a casa vi desde la calle a mi marido asomado en la ventana del salón. Me asusté, no era una hora a la que él estuviese en casa normalmente.


Nada más entrar vi el enorme hueco que había, el sitio vacío, el espacio que ahora estaba sin ocupar.


-¿Y el piano?-le pregunté.


-También se fue.


Me quedé petrificada, notaba un temblor interior que a la vez me impedía moverme. Jamás hubiese esperado una reacción semejante en él y me sorprendí ante lo poco que le conocía.

-Creí que no volverías- añadió.

-Pero si no me he ido.

-Sí, sí que te has ido.


Jamás hablamos ni una sola palabra más del tema, tanto es así que a veces me pregunto si no lo habré soñado, pero cuando oigo sonar un piano, mi corazón me confirma que, lejos de un sueño, viví la más maravillosa de las realidades, algo que me permitió conocer otra dimensión diferente del amor, y que desde entonces hace que me sienta un poco más viva por dentro.




(Texto: Beatriz Berrocal
Imágnes: Internet
Música: Desde que tú te has ido/ Mocedades)





                                        

4 comentarios:

  1. ¡Que adorable relato! La verdad di a parar aqui buscando unas imagenes de pianos, pero no pude evitar leerlo y te aseguro que volvere a visitar tu blog para ver que hay de nuevo. :)

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  2. Gracias!! Me alegro de que te haya gustado. Vuelve cuando quieras, la puerta de esta casa está siempre abierta.Saludos.

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  3. Hermoso relato, imposible dejar de leerlo; Soy pianista y es mas el sentimiento que provoca no solo leyendo sino viviendolo; gracias Betty por estas letras tan lindas. Andrés.

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  4. Gracias, Andrés, no pensé que este relato fuese a gustar tanto, a veces nos sorprendemos a nosotros mismos, y eso es tan bueno...

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