sábado, 9 de julio de 2011

Y ENTONCES... UN LIBRO.



       Uno de los mejores recuerdos mi infancia son las tardes del caluroso verano de Castilla en casa de mis abuelos. Esas primeras horas posteriores a la comida, en las que un sol asfixiante quitaba la menor intención de asomarse al patio.

Ni la televisión  a todas horas, ni el ordenador, habían hecho irrupción en nuestras vidas como ahora, así que, la mejor opción para los mayores era un ratito de siesta: mi abuela en el diván de la cocina, mi abuelo en el suelo de la "otra vivienda", apartado del mundanal ruido, (un día os hablaré de esa mítica "otra vivienda" en la casa de mis abuelos).
Entonces, con ese silencio caluroso, con esa luz que no perdonaba rincón alguno, yo me iba al salón de techos altísimos, de fotografías en blanco y negro, de trincheros con jarrones centenarios y paredes con papel de medallones, el salón con sofás nunca utilizados y vitrina con juegos de café en los que jamás tomó café nadie.
Un salón de esos que se reservaban a las visitas pero que sólo se visitaba para la limpieza general que hacía mi madre año tras año. Allí dormía la eterna mecedora, mirando a la ventana en  espera de alguien que gustase de mecerse en su asiento de skay verde, silenciosa en la esquina de la estancia, como el arpa de Bécquer: "del salón en el ángulo oscuro, de su dueño tal vez olvidada..."
Y entonces...un libro.
"El secreto del castillo de la luna", no se me olvida. Con las aventuras de aquellos "cinco" que Enyd Blyton nos hizo vivir a los adolescentes de la época, que no teníamos ni idea de quién era esa señora porque no estábamos como ahora a un "clic" de toda la información del mundo, pero que nos tenían encandilados con sus misterios y sus peripecias.
¡Qué tardes!  Apurando hojas a ver si se resolvían las incógnitas, consumiendo verano plácidamente hasta la hora de la merienda (preferentemente, pan y chocolate o bocadillo de chorizo), disculpando el calor con una historia entre las manos, y hasta dando los primeros pasos en el mundo de la escritura con unos cuentos manuscritos con las mismas manos y las mismas ilusiones que ahora teclean en el ordenador, cuentos que guardo desde entonces en un sobrecito de color azul como parte de mis mejores recuerdos, como prueba viva de que la escritura va inevitablemente de la mano de la lectura.
   Con la sana intención de que los recuerdos no se borren para siempre guardo en el salón de mi casa ( con muchísimo menos encanto que el de mis abuelos, por supuesto) la mecedora, los libros y hasta una de las tazas chinas de café, de aquellas que cada verano yo cogía de la vitrina para comprobar que al ponerla al  trasluz aparecía mágicamente la silueta de una señorita china dibujada en el fondo, y que el paso del tiempo borró para siempre.

Quién sabe si un día, todo esto formará parte de los recuerdos de mis hijos, si el salón de mi casa, la mecedora y las tazas de café de la vitrina, que hoy pasan desapercibidas a sus ojos, están formando, sin darse cuenta, el pasado que en el futuro añorarán con nostalgia.

Yo recuperaré algún día las tardes en la mecedora, los libros en mi regazo y la lectura durante horas en el silencio, algo incompatible ahora con la infancia de mis hijos, con su bullicio y sus juegos, que en modo alguno quiero perderme, porque si algo me ha enseñado la vida es que los momentos son irrepetibles, que los hijos crecen rapidísimo y que su infancia no regresa, así que, no seré yo quien se la pierda.
Mientras tanto leo a ratos, escribo a ratos y voy guardando libros y proyectos, porque los libros, como los sueños sin cumplir, son tan fieles que siempre nos esperan.




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