viernes, 1 de abril de 2011

HANS CHRISTIAN ANDERSEN



        El 2 de Abril de cada año se celebra el día del libro infantil, en honor a este célebre autor danés que nació en esa misma fecha del año 1805, por eso me ha parecido oportuno recordarle a través de unas letras en este blog, al fin y al cabo, las letras fueron la herramienta con la que consiguió llegar hasta nuestros días.
       Aunque su faceta más conocida fue la de autor de cuentos infantiles, Andersen escribió numerosas novelas y obras de teatro.
       Viajero empedernido ("Viajar es vivir", decía) aprovechaba las experiencias de estos viajes para sus escritos, y aunque sus primeras obras publicadas no tuvieron gran éxito de ventas, en 1838 era ya un escritor consagrado y sus cuentos de hadas alcanzaron tal fama que llegó a publicar hasta tres series distintas de ellos.
Sin embargo,  Andersen no tenía gran interés en estos cuentos, siendo su gran aspiración alcanzar la fama como novelista y dramaturgo. Tras la publicación de varios libros de viajes y novelas, en 1848 publicó otros dos volúmenes de cuentos. En la actualidad se han traducido a más de ochenta idiomas y han sido adaptados a obras de teatro, ballets, películas, dibujos animados, etc.
       Pero, como en todas las vidas, también en la suya hubo luces y sombras.
Sus orígenes humildes se vieron reflejados en muchos de sus cuentos ("La cerillera", "El patito feo"...), hijo de una lavandera y un zapatero con escasos recursos económicos, y poco amante de los estudios, reconoció que su afición a la escritura tenía su origen en los libros que le leía su padre y que despertaban en él un interés que fue la semilla de un gran escritor.
       Como sencillísimo homenaje, hoy me permito recordar uno de sus cuentos:

 "El traje nuevo del emperador"


           Hace muchos años vivía un Emperador que gastaba todas sus rentas en lucir siempre trajes nuevos. Tenía un traje para cada ocasión y hora de día. La ciudad en que vivía el Emperador era muy movida y alegre. Todos los días llegaban tejedores de todas las partes del mundo para tejer los trajes más maravillosos para el Emperador. Un día se presentaron dos bandidos que se hacían pasar por tejedores, asegurando tejer las telas más hermosas, con colores y dibujos originales. El Emperador quedó fascinado e inmediatamente entregó a los dos bandidos un buen adelanto en metálico para que se pusieran manos a la obra cuanto antes.


Los ladrones montaron un telar y simularon que trabajaban. Y mientras tanto, se suministraban de las sedas más finas y del oro de mejor calidad. Pero el Emperador, ansioso por ver las telas, envió al viejo y digno ministro a la sala ocupada por los dos supuestos tejedores. Al entrar en el cuarto, el ministro se llevó un buen susto "¡Dios nos ampare! ¡Pero si no veo nada!". Pero no soltó palabra. Los dos bandidos le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos los colores y los dibujos. Le señalaban el telar vacío y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, sin ver nada. Pero los bandidos insistían: "¿No dices nada del tejido?".


El hombre, asustado, acabó por decir que le parecía todo muy bonito, maravilloso y que diría al Emperador que le había gustado todo. Y así lo hizo. Los estafadores pidieron más dinero, más oro y se lo concedieron.

Poco después, el Emperador envió a otro ministro para inspeccionar el trabajo de los dos bandidos. Y le ocurrió lo mismo que al primero. Pero salió igual de convencido de que había algo, de que el trabajo era formidable. El Emperador quiso ver la maravilla con sus propios ojos. Seguido por su comitiva, se encaminó a la casa de los estafadores. Al entrar no vio nada. Los bandidos le preguntaron sobre el admirable trabajo y el Emperador pensó: "¡Cómo! Yo no veo nada. Eso es terrible. ¿Seré tonto o acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso". Con miedo de perder su cargo, el emperador dijo:


- Oh, sí, es muy bonita. Me gusta mucho. La apruebo.

 
Todos los de su séquito le miraban y remiraban. Y no entendían al Emperador que no se cansaba de lanzar elogios a los trajes y a las telas. Y se propuso a estrenar los vestidos en la próxima procesión. El Emperador condecoró a cada uno de los bribones y los nombró tejedores imperiales. Sin ver nada, el Emperador probó los trajes, delante del espejo. Los probó y los reprobó, sin ver nada de nada. Y todos exclamaban:
- ¡Qué bien le sienta! ¡Es un traje precioso!.


Fuera, la procesión lo esperaba. Y el Emperador salió y desfiló por las calles del pueblo sin llevar ningún traje. Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz o por estúpido, hasta que exclamó de pronto un niño:
- ¡Pero si no lleva nada!
- ¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia!, dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.


- ¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!
- ¡Pero si no lleva nada!, gritó, al fin, el pueblo entero.


   Aquello inquietó al Emperador, pues sospechaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: "Hay que aguantar hasta el fin". Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.






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