miércoles, 20 de abril de 2011

EL ENCUENTRO


     Aprovechando las fechas en las que estamos, os dejo un relato envuelto entre saeta y sentimiento.


"No nací en león, ni siquiera conocía la ciudad hasta hace un año. León me sonaba a tierra estéril y fría, un sitio con una catedral famosa y un sanatorio para enfermos del pulmón, era todo lo que sabía de esta ciudad, por otro lado, no tan lejana de la mía.


Estaba acostumbrada a vivir en Madrid desde que nací, hace ya... bueno, muchos años, y aunque en tiempos hice algunos viajes con mi esposo, después la pereza se va adueñando de los huesos, cada vez cuesta más trabajo salir de casa y mucho más para ir a un sitio donde yo suponía que iban con abrigo hasta en verano.

No, nunca hubiera imaginado que esta ciudad pudiera albergar un día entre sus calles uno de los hechos más hermosos de mi vida, pero para relatarlo fielmente, no tengo más remedio que volver unas cuantas hojas del calendario, hasta llegar unos años atrás, al maravilloso año dos mil, que para mí, no trajo si no desdicha.


Mi hijo Ernesto, mi único hijo, estudiaba medicina, en Madrid, por su puesto, y aquel verano terminó su cuarto curso con unas brillantes notas, como la había venido haciendo en cursos anteriores, porque no es porque sea mi hijo, pero es una maravilla de persona, en los estudios y en todo lo demás.


Desde pequeñito apuntaba maneras de buen estudiante, el chico prometía, y su padre y yo vivimos siempre mirando por sus ojos, poniendo en él todas las ilusiones que nosotros no habíamos cumplido. Creo que supe orientarle bien, he trabajado casi cincuenta años de profesora y tengo un sexto sentido para saber el camino que debe tomar un chiquillo según sus posibilidades, y mi hijo valía para estudiar, es más, me atrevo a decir que hubiera sido alguien importante en el campo de la medicina.


Nuestros amigos nos admiraban, Ernesto era el hijo que cualquier madre hubiera querido tener, por su dulzura y por el cariño que desprendía al tratarle.


Afortunadamente, teníamos los medios necesarios para rodearle de todo lo que necesitase y bastante más, para pagarle la carrera de Medicina y otras cuantas si hubiese querido hacerlas, nuestra posición social es de lo mejorcito, y a lo largo de los años nos hemos ganado un prestigio y una distinción entre la gente, que yo creía que era de vital importancia. Lo creía, ya no lo creo.


El primer varapalo serio me lo dio la muerte de mi marido, de una forma inesperada, absurda, demostrándome que todo el dinero y la clase social son inútiles cuando la dama negra se presenta en tu casa y sin preguntar, se toma el derecho de arrebatarte media vida.



¿Qué puedo decir que cualquier viuda no sepa? El mundo se me vino abajo, y como único pilar para sostenerme en pie tuve a Ernesto, que permanecía a mi lado, día y noche dándome el consuelo y el apoyo que sólo él podía darme.


Las amistades también se portaron muy bien conmigo, no me dejaban sola ni un minuto, mi marido era un alto cargo del Ministerio de la Gobernación, y se portaron con nosotros de maravilla, pero la falta era irreparable y el dolor inmenso.


Apenas habían pasado unos meses de tamaña desgracia, cuando mi hijo me dijo que tenía que hablar conmigo muy seriamente. Como madre que soy, pensé enseguida en lo peor: una enfermedad, un accidente, o cualquier otra desgracia, pero francamente, jamás hubiera imaginado lo que en realidad era.



-Mi novia está embarazada, tengo que dejar los estudios para ponerme a trabajar, vamos a vivir juntos y tendremos que sacar la familia adelante como sea.


Me parecía estar soñando, no podía ser que a una mujer como yo, tan correcta, tan formal, tan cuidadosa en todo lo que a la educación de mi hijo se refería, le estuviese sucediendo aquello, pero el sueño no era tal, y tuve que enfrentarme a lo que yo consideré en aquel momento como una verdadera ofensa personal.

Lo primero que pensé fue en esconder el embarazo, la chica era de provincias, de León, concretamente, podía desaparecer del mapa con una suma de dinero, estas muchachas libertinas se conformaban con un fajo de billetes, todas eran iguales, y mi hijo seguiría su carrera, su brillante carrera como si nada hubiera sucedido, nadie tenía que enterarse de lo ocurrido, ni familia ni amistades. El hecho era una mancha en la vida de mi hijo, pero se podría tapar fácilmente.


Cuál no sería mi sorpresa al enterarme de que la intención de mi hijo era muy diferente y que lejos de querer echar tierra encima del suceso, pretendía irse con ella a vivir a León y allí trabajar en lo que pudieran. Insistía una y mil veces en que quería a su novia y que por nada del mundo la dejaría en la estacada ni con embarazo ni sin él.


Para mi disculpa, si es que tengo alguna, puedo decir que mi reacción se debió a la debilidad que me embargaba desde la muerte de mi esposo, pero sé muy bien que en el fondo lo que no podía enfrentar era el hecho de que mis amistades murmurasen, de que el hijo modelo hubiera cometido semejante agravio, de que no hubiera consultado conmigo para que yo le hubiera indicado una chica de buena familia que le hubiera convenido mucho más que aquella leonesa que a saber de qué origen sería.


No hubo arreglo posible, yo me negué a prestarles mi ayuda ni económica ni de ninguna otra clase si no hacían caso de mi consejo, y ellos se fueron a León, con su amor por equipaje, y con la cabeza tan alta como yo misma no pude tener después.


Ernesto me escribió varias cartas, me contaba de su vida y su trabajo en León, se había integrado muy bien en la ciudad, hablaba maravillas de sus gentes y hasta tal punto se sentía como uno más de ellos, que se había hecho miembro de una cofradía de las que salen en la Semana Santa, una de obreros, o algo así. ¡Dios bendito! ¡Mi hijo con los obreros!



Me comunicó el nacimiento del niño e incluso me envió una foto de los tres, jamás dejó de escribirme, cosa que yo nunca hice, porque jamás contesté una sóla de sus cartas.


Fue un año después, cuando la soledad se apoderó de mí y me puso las cosas claras, cuando me pregunté qué pintaba yo en el mundo si lo único que me importaba lo había apartado de mi lado, si un niño que era sangre de mi sangre estaba en el mundo y yo no le conocía.


Llegué a León el veintidós de marzo de 2002, viernes de Dolores, y apenas dejar la estación del tren y enfilar el puente de los leones, la estatua de un hombre me señalaba como si dijese: “Mirad, ahí viene una pobre mujer arrepentida”, después supe que era Guzmán el Bueno, y que también tenía una historia con su hijo, pero de momento, me pareció un recibimiento de lo más hostil, sin duda mis sentimientos de culpabilidad me hacían ver visiones.



Al frente vi la catedral, asomando majestuosa entre otros edificios, y tomándola como referencia, caminé hacia ella arropada por la cantidad de gente que en ese momento caminaba en mi misma dirección.


Al llegar a una plaza redonda, la gente se agolpaba cada vez más como si allí regalasen algo. Ni por lo más remoto había reparado yo entonces que habría procesiones en las calles de León, nunca he sido religiosa y no me han atraído en absoluto las manifestaciones de ese tipo, que me parecían pantomimas absurdas.


En la plaza de Santo Domingo se estaba cantando una salve mientras la gente miraba un paso que representaba una Virgen con su hijo hecho una pena en brazos. No pude por menos que detenerme a escuchar, y yo no sé si sería la solemnidad del canto, la belleza del paso o el olor de la cantidad de flores que lo adornaban, que me hizo llorar.


Me instalé en un céntrico hotel que milagrosamente tenía una habitación libre, y aquella noche di con mis huesos en la cama tan agotada como si me hubieran dado una paliza. Al día siguiente me hice con un programa de procesiones, no sé por qué si nunca me habían gustado, pero lo curioso fue que sin saber cómo, la magia de aquellas gentes, la forma de admirar los pasos, el silencio que se producía a pesar de los miles de almas que había en las calles, me envolvió de tal manera que arrastrando mis pies cansados por las calles de León, procuré ver cuantas pude.



Tenía la dirección de mi hijo, pero no me sentía con fuerzas para presentarme en su casa, temía una reacción despectiva que por otro lado me merecía, y creí que lo mejor sería tranquilizarme un poco, mentalizarme de que tal vez era demasiado tarde para que me acogieran como yo no les había acogido a ellos, y mitad por cobardía, mitad por necesidad me quedé aquella semana instalada en el hotel, desde el cual, por otra parte, veía algunas procesiones, lo que era de agradecer porque aún sigo preguntándome cómo pueden los leoneses aguantar semejante ritmo, comentario que hice en la recepción del hotel y al cual me respondió el encargado: “¡Matando judíos, señora, matando judíos!”.


Me pareció un comentario de muy mal gusto y precisamente en la época que estábamos, no me habían parecido tan bárbaras las gentes de León, y quise suponer que era una broma.


Me impresionaron las procesiones de los días siguientes, lo mismo la de Jesús Sacramentado que la del Vía Crucis. Nunca había contemplado tal expresividad, la cara de la gente lo decía todo, los padres iban con los niños a cuestas, y lo mismo la gente joven que la más mayor, todos miraban con igual respeto el desfile de aquellas hermosas tallas rodeadas de flores y acompañadas por una música cuyos tambores parecían resonar en mi propio pecho.


En cada uno de aquellos jóvenes con niños pequeños imaginaba ver a mi hijo, y también soñaba ver sus azules ojos detrás de alguno de aquellos enormes capirotes que cubrían la cabeza de los cofrades, y que en León, llaman “papones”.


Era imposible asistir a todas las procesiones que están organizadas, es una riqueza de arte la que desfila en esos días por las calles de la ciudad, que para una profana en la materia como yo, era muy difícil saber elegir, sobre todo si se tenían ya un montón de años en las espaldas y el cansancio se iba haciendo notar día a día. Tuve suerte de que mi habitación diese para una calle que aunque no es muy ancha, lleva ese nombre, Ancha, y desde la cual pude contemplar como en un palco de lujo el baile de algunos pasos, que sin poderlo evitar, puso mis vellos de punta haciéndome sentir un escalofrío por todo el cuerpo. No era extraño que mi hijo se hubiese quedado prendado de aquella maravilla, si había podido maravillarme a mí, que llegaba escéptica y desilusionada a una tierra desconocida, no era raro que él se hubiera sentido a gusto.


Agotada como estaba de caminar por las calles y de buscar entre los “papones” la presencia de mi hijo, no me quedó más remedio que pedir consejo en el hotel para que me recomendasen las procesiones más interesantes:


-Todas son interesantes, señora- yo no le puedo decir... cada una tiene su encanto, pero la más emocionante es la de “El encuentro”, si puede, no se la pierda.


En toda mi vida había vivido la Semana Santa de forma tan intensa, no sé lo que pensaría la gente que veía a una pobre vieja caminando sola por las calles, escuchando atenta el canto de alguna saeta, o llorando soledad en un soportal mientras la música inundaba mis oídos y los cofrades pasaban ante mí pujando por un peso que les hacía sudar y que sin duda era un honor para ellos cargar sobre sus hombros.



Me emocionó la procesión del Perdón, tal vez porque me parecía que era eso lo que más necesitaba yo, me agoté queriendo inútilmente seguir la procesión de los Pasos, que desde primera hora de la mañana invitaba a leoneses e invitados a dejarse poseer por la maravilla, por la espiritualidad que afectaba a personas que como yo, jamás habían sentido así una expresión de arte en la que no era imprescindible la fe en la religión, si no que bastaba con la fe en los sentimientos que por escondidos que estén, brotan fuera de uno al amparo de tanta sensibilidad como se respiraba aquellos días en las calles de León.


El Domingo de Pascua me armé de pañuelos y me fui a la plaza de la catedral donde me habían dicho que se produciría “El encuentro”, y que yo no me quería perder. La Semana Santa tocaba a su fin, y yo tenía que enfrentarme a la realidad que me había llevado allí, estaba preparada para todo, para volverme con las manos vacías o para abrir los brazos a mi hijo y no soltarle nunca más.


Esperé a pie firme que los pasos de la Resurrección y de la Virgen llegasen cada uno por una calle a la plaza. Había tanta gente que a pesar de estar en primera fila, temí que terminase por no poder verla, pero todo el mundo estaba a la expectativa, pendiente no de quitar el sitio a nadie, sino de no perderse el gran momento, que por otra parte, yo ignoraba cuál era.



Es difícil expresar con palabras lo que sentí al ver esa Madre que se encuentra con su Hijo, al que creía perdido para siempre, es impresionante cómo puede cambiar el sentimiento de tristeza que acompaña a la Virgen por el de alegría al ver a su Hijo cerca de nuevo, sin importar lo que hasta entonces había sucedido, Madre e Hijo inseparables.


Justo en ese momento un papón de la hermandad sube a cara descubierta a cambiarle el manto negro a la Virgen dejando paso al blanco como símbolo del gozo por el encuentro con su hijo.


Fue entonces cuando en la figura de aquel hombre que cambiaba el ropaje de la Madre reconocí la figura de mi hijo, fue entonces, cuando desde arriba él me vio y sin dar crédito a lo que veía vino hacia mí abrazándome tan fuerte como podía.


La banda de cornetas, tambores y gaitas tocaba con fuerza mientras los papones bailaban los pasos en un último esfuerzo por proclamar la alegría de “El Encuentro”.


Aquel “encuentro” que a la vez se produjo entre otra madre y otro hijo, que caminaron juntos hacia una joven muchacha que jugaba con un niño lejos de la gente que comenzaba a dispersarse en el descanso de la procesión.



Este año volveré a León, no pienso perderme la Semana Santa, ahora que ya sé que “matar judíos” no me va a llevar a la cárcel, porque sólo se trata de tomar unas limonadas, ahora que ya sé que Guzmán, según cuentan los leoneses, no acusa al viajero que, como yo, llega despistado a la ciudad, sino que indica el camino a la estación, por si no te gusta León, ahora que he sentido una vez la atracción tan especial de sus procesiones, tengo que decir como los jóvenes, que me he “enganchado” a esta ciudad donde el frío sólo está en el aire, no en el corazón de sus gentes.

En cuanto arregle en Madrid unas cosillas que me quedan, cerraré mi casa y me reuniré con mi hijo, con mi familia, porque de nada me vale todo lo demás si no les tengo a ellos".



 

1 comentario:

  1. Beatriz que hermoso relato, es muy cierto ni la plata, ni la posición lo son todo en la vida, lo imporante son nuestros verdaderos sentimientos, nuestra familia y el mundo entero conocido o no, el que diran no cuenta. Dios y María Santisima la Bendiga junto a los suyos y le permita seguir adelante, que bonito sería conocer a Leon. Un abrzo desde Colombia

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