Desde que ya no están mis abuelos, su casa ha permanecido cerrada hasta ahora, envuelta en el silencio que deja la ausencia, en la cual ya no suena ni el viejo reloj de pared. Pero el sentido común (el menos común de los sentidos) impone abrir las ventanas, como ojos que se enfrentan a la realidad, desempolvar recuerdos dormidos, que no muertos, abrir cajones y puertas de armarios que huelen a seres queridos, a sus costumbres, a su presencia, como si uno fuese a darse la vuelta y estuviesen allí, un día de tantos, construyendo con su presente, nuestro más querido pasado.
¿Y qué se hace con las cosas cuando se desmonta una casa y las propias están atiborradas, cuando a pesar de que se sabe que ya no pueden servir, duele tanto deshacerse de ellas?
La figurita de porcelana que les trajimos de un sitio, el cuadro que trajimos de otro, el reloj, la butaca, los libros por los que también pasaron los años y sostienen el polvo en la librería, el recuerdo de Mallorca, el de Canarias, el de Turquía…
El recuerdo de ellos, ese es el único que no se puede borrar.
¿Para qué guardará uno tantas cosas a lo largo de una vida? ¿No sabemos que estamos aquí de paso y que a nuestro destino final nos vamos con lo puesto? Pero llego a mi casa y me encuentro haciendo lo mismo, guardando recuerdos de aquí y de allá que tarde o temprano mis hijos tendrán que retirar. Voy a casa de mi madre y arrincono el pensamiento al fondo del baúl a donde se mandan las cosas en las que no se quiere y no se puede pensar.
“Hay que traer cajas para meter todas las cosas, las figuras, los recuerdos…” dice mi madre que empezó esta tarea muy fuerte y se viene abajo por momentos.
Entre papeles encontró un montón de cartas de hace casi sesenta años, metidas en bolsitas y sujetas con gomas, como siempre hacía mi abuela, con la fecha en la que se recibieron y contestaron, puestas con la letra inconfundible de mi abuelo que las guardaba como oro en paño porque eran de sus hermanos, aquellos dos niños que se fueron a Argentina y a los que nunca más volvió a ver. Cartas de cuando la gente se escribía, de cuando tardaban un mes en cruzar el Atlántico, perfectamente legibles, sólo marcadas por el doblez del tiempo.
“Querido hermano…” ¡Qué bonito! Cartas de cuando en las casas no había buzones llenos de propaganda o facturas acosadoras, cartas de cuando uno se molestaba en coger el bolígrafo y esmerar la caligrafía para que el otro entendiese la letra, de cuando no había “e. mails”, ni móviles, de cuando una conferencia tenía “demora” y había que esperar a que la operadora pudiese hacer la conexión.
He pensado empezar a escribir cartas a mis hijos, para que las lean cuando yo no esté, para que tengan esa última conversación conmigo y les quede algo más que el disco duro del ordenador, único sitio en el que ahora escribimos.
No es mala idea, empezaré ya mismo, aunque reconozco que da pereza acostumbrarse otra vez al bolígrafo.
Ya le llevamos las cajas a mi madre, para meter los recuerdos, los que se pueden meter en cajas, porque los otros, los recuerdos que van por dentro, no hay caja que los pueda contener.
¡¡Qué bonito!! y cuanta razón tienes Beatriz. Es una preciosa manera de hablar de los recuerdos de quienes se han ido pero todavía permanecen en nuestro pensamiento, en nuestros días. Me he emocionado, como no.
ResponderEliminarY la idea de escribir cartas ronda en mi cabeza hace ya tiempo. De hecho, uno de mis cuentos EL ABRIGO DE LOS SENTIDOS, no es si no una carta que escribí a mi hijo mayor hace unos años, para hablarle de mis sentimientos en un momento en que los dos lo estábamos pasando mal.
Me gusta cómo "enredas" las palabras para que "huelan" a recuerdos, a pasado, a seres queridos, a costumbres, a VIDA.
uN cálido abrazo de papel.