Que sí, que sí, que yo voy a hacer una serie contando mi vida, aunque sea una de esas que, por lo visto hay ahora, que se pueden ver en el móvil, pero yo algo tengo que hacer porque esto es de traca, de verdad.
Tener hijos de edades muy diferentes, tiene (como todo en la vida), sus ventajas y sus inconvenientes porque se viven momentos tan distintos con unos y con otros, que es como tener varias vidas en el mismo día, y es que, en el afán de conseguir esa utopía de ser “buenos padres”, tratamos de adaptarnos al momento que vive cada uno, con nuestras limitaciones, claro, pero lo intentamos.
Lo que me pregunto cada día más, es cómo puede ser que personas descendientes de los mismos padres, criados de la misma manera, con los mismos valores e idénticas costumbres, puedan ser tan diferentes, con actitudes tan dispares ( a veces contrarias) y comportamientos tan alejados.
Ya sé que esto no es un descubrimiento mío y de hecho, en eso está la gracia de que cada uno seamos personas únicas e irrepetibles (de momento), pero llama la atención que ya desde pequeños, se decanten por costumbres que nada tienen que ver entre sí.
Mis hijos mayores, que se llevan tres años, fueron siempre como polos opuestos. Uno no tenía nunca prisa por irse a la cama, pero por la mañana se encontraba feliz entre las sábanas, el otro se acostaba temprano y se levantaba prontísimo, de tal manera que a medida que fueron creciendo, compartir habitación era una tortura para ellos (y de rebote, para nosotros) porque las peleas eran continuas y lograr un acuerdo intermedio fue inalcanzable.
Hoy siguen igual, pero en cuartos separados, lo cual ha suavizado bastante la situación.
Los dos pequeños me regalan también situaciones en las que no hay lugar para el aburrimiento (ni para el descanso), y a su lado vivo por segunda vez lo maravilloso que es verles crecer y prosperar cada día, aunque con ese sabor agridulce que deja saber que el tiempo pasa enseguida y dejan de ser niños volando.
Ayer mismo, un domingo de esos que me gustan a mí: lluviosos, grises, de los que son para estar en casa tranquilos, leyendo el periódico, y tomándose un colacao calentito, mientras tu marido te da un masaje en los pies y los niños juegan tranquilos en su cuarto… (¡Qué bonito debe ser todo eso junto!) Pues eso, ayer, que no se me arregló nada de lo que he dicho, fue un día de lo más variado, pero vamos, ni masaje, ni colacao, ni nada que se le parezca.
Los mayores estudian como ermitaños, sé que están en casa porque veo mermar las reservas del frigorífico, pero poco más. Se atrincheran en sus cuartos y se vuelcan en sus estudios, en sus planes de futuro y en sus exámenes, haciendo que su padre y yo nos miremos de vez en cuando, sin decir nada, pero con ese brillo especial que deja el orgullo de saber que son buenos chicos, estudiosos y trabajadores como ellos solos.
Pero distintos, muy distintos.
Uno de ellos es introvertido, peculiarmente suyo, de los que tienen amigos entrañables que les adoran pero que en casa no abren la boca. Ayer, que debía de tener trabajo de narices, salía de vez en cuando de la habitación y me recordaba ( y así se lo dije), a la foto esa que tiene Javier Bardem en la película de los hermanos Cohen, “No es país para viejos”. Si le hubiesen visto a él los Cohen esos, a estas alturas el Oscar de Bardem estaba en el salón de mi casa, eso fijo, porque mi “niño” es mucho más guapo, y lo que es asesinar, no asesina, pero cada vez que le digo que tiene que ordenar su cuarto, me echa unas miradas que el Bardem no puede superarlas ni de coña.
El otro de mis chicos grandes (de la primera tanda, vamos), ayer tenía que ensayar una exposición que hoy deberá hacer en clase delante de compañeros y profesores, (termina dentro de unos días su carrera), y allí estábamos su padre y yo con la boca abierta, como dos bobos, escuchando a aquel niño que un día nos hacía ir veinte veces a la cama para apretarle las mantas porque tenía que dormir absolutamente encorsetado y sin que su “Gusiluz” se descolocase lo más mínimo.
No había terminado este su exposición, cuando entraba el tercero a que le preguntase la lección de Tecnología, pero le tocó esperar su turno porque ayer había lista de espera en casa.
Todo esto sucede mientras el pequeño intenta ayudarme a empanar los filetes con “arena” como él dice y se pone la cocina hecha una penita.
Y continuamos.
Para poder preguntarle la lección sobre electricidad al tercero de mis niños, tuve antes que estudiármela, porque a pesar de trabajar donde trabajo, de la luz solo sé que si aprietas el interruptor, se enciende, y por si alguien no lo sabe, no se estudia igual con doce años que con… taitantos.
Además teníamos ayer la historia de Grecia, y por si era poco, en Naturales tocaban los platelmintos, nematodos y anélidos, por no nombrar los adjetivos de Lengua y los ángulos de Mates.
Ya no sé si para comer hoy tenemos a Alejandro Magno rebozado o si los adjetivos son lentejas que se pueden clasificar en obtusas, agudas o rectas.
La tarde iba pasando y la perspectiva no cambiaba, pero faltaba lo mejor.
Llega mi pequeño a la cocina y me pregunta, así, sin anestesia ni nada:
Mamá, ¿los negritos existen?
¡Joer! Yo que estaba haciendo una ensalada, me quedé seca.
-¿Cómo “los negritos”?- le dije- ¿Qué negritos?
-Pues los negritos, que si existen de verdad o no.
Los niños son así, cuando entienden algo creen que todo el mundo lo tiene que entender igual que ellos, y a veces no es así (muuuuchas veces).
-Pues…sí-le dije aparcando el atún- los negritos existen igual que nosotros y que los chinitos y que los francesitos, todos existen de verdad, claro que sí.
-Vale, pues llámales- dice todo serio.
Suelto la lechuga, me agacho para ver si desde su altura entiendo algo mejor lo que me dice y le pregunto:
-¿Que les llame? ¿Pero cómo que les llame? ¿A quién quieres que llame?
-¡A los negritos!- dice asombrado de que su madre sea tan corta con lo claro que lo tiene él todo.
-Pero, hijo, yo no puedo llamar a “todos los negritos”, es que además no sé para qué les voy a llamar, no sé qué es lo que pasa.
-Pues que les quiero preguntar una cosa.
Y esconde su cabecita en mi hombro como si lo que tenía que preguntarles a los negritos, le diese tanta vergüenza que no se atreviese ni a decírmelo a mí.
Yo quise quitarle importancia al tema y hablar de otra cosa a ver si se le olvidaba, pero lejos de eso, él se puso cada vez más insistente, había algo que le preocupaba y por lo visto, si no era llamando a “los negritos”, no había manera de solucionarlo.
Para esas alturas, Alejandro Magno ya había salido de Macedonia a darse un garbeo y conquistar unos cuantos territorios, y la ley de Ohm me había dejado claro que la resistencia es el volumen partido de la intensidad (o algo así), también tenía hecho el primer plato del día siguiente, la cena de ese día y la lavadora centrifugando, todo bajo control.
Pero algo quedaba pendiente: ¡Los negritos!
-Anda, mamá, les tienes que llamar… que es que les tengo que preguntar eso.
“Eso” no sabía yo lo que era, pero cuando vi que dos lagrimones escurrían por su carita, me dije: “Ahí te quedas, Alejandro Magno, que mi niño está triste y esto hay que solucionarlo”.
-Pero… a ver… vale que les llamo- le dije al verle tan afligido y dispuesta a contactar con el mismo Mandela si mi niño me lo pedía- pero me tienes que decir qué quieres que les pregunte porque si no, a ver qué les digo cuando me cojan el teléfono.
Y como parece que la razón le convenció, se me acercó al oído y me dijo muy bajito: “Pregúntales si ellos se “pongaron” así de negros por comer Choco-Crispis porque yo he comido esta tarde y por si acaso…”.
Cuesta mucho contener la risa ante estas contestaciones, pero hay que hacerlo, porque aunque para nosotros sea una tontería, para ellos es algo muy importante. Estaba claro que le preocupaba pensar si por haber comido unos cereales con chocolate, al día siguiente iba a ir al colegio como Baltasar, y por más que yo le aseguré que la razón de que los negritos fuesen así, no eran los Choco-Crispis, le entró un llanto que no me quedó más remedio que coger el inalámbrico y llamar a…los negritos, claro.
Para imaginar la situación, basta con recordar a Gila en sus mejores tiempos, sólo que yo tenía delante no un montón de espectadores, sino un par de ojos muy abiertos que esperaban ansiosos la respuesta que nos dieran.
-¿Sí? A ver…a ver…¿Es ahí los negritos? ¿Y se puede poner alguno? Vale, vale, muchas gracias.
Mi niño se mordía las uñas a ver qué nos decían, y yo me mordía la lengua para no atragantarme de la risa ante la situación tan surrealista que estaba viviendo.
-Oiga por favor, mire, llamamos desde León, es que queríamos saber si por comer Choco-Crispis se pone uno negro…
(Telefónica le informa de que no tiene mensajes nuevos…) Las operadoras de Telefónica son así, insensibles, les da igual que hables con los negritos o con los azulitos, ellas van a su bola. Cuánto daño han hecho los contestadores automáticos en esta vida…
-Sí, sí, dígame… Ah, vale, o sea, que no, que ustedes no son negros por eso ¿verdad?, que ya venían así, no tiene nada que ver con los Choco-crispis. Vale, vale, muy bien, pues muchas gracias, hasta luego.
-¿Qué?- dijo mi niño esperanzado- ¿No se ponen?
-No-dije manteniendo el tipo- dice que no se ponen, que no te preocupes, que es que ellos ya nacieron así.
-Vale.
Respiró hondo, se dio media vuelta y se fue tan tranquilo. Es lo que tiene comunicar directamente con el mismo corazón del África negra.
La tarde no ha terminado y en el domicilio familiar, la revolución hormonal del “Homus Adolescentus” ataca de nuevo.
-Mamá, ¿Puedo salir? ¿Me vas a dejar salir si termino todos los deberes? ¿Pero por qué? ¿Es que tú nunca fuiste joven?
Al ver la cara que le he puesto y comprendiendo que la “ha cagado” como ellos dicen, por decir lo que ha dicho, trató sin remedio de arreglarlo.
-Quiero decir, más joven, más joven todavía.
-Tienes doce años- le dije- estudia, que es lo que tienen que hacer los niños de tu edad.
-¡Pero yo ya no soy un niño! Soy un “hombre-lescente”, y tengo que hacer mi vida…
¡¡Tócate la peineta!!
Por esto es por lo que digo que vivir con ellos es como tener varias vidas en el mismo día, porque pasas de llamar a los negritos a intentar hacerle comprender al otro que con doce años tampoco puede aspirar a “hacer su vida”, porque yo, con algunos años más, todavía no he logrado hacer la mía.
-Mamá, maja-dice en esas mi hijo mayor, que como va a ser profesor de educación física, quiere “curarme” una asignatura pendiente que tengo de la infancia- Que tenemos que salir a saltar a la comba, mira a ver cuándo haces un rato…
Y tiene guardada en una bolsa una soga que miedo me da, porque ni la del Toro Enmaromado de mi pueblo. Pero voy a ir, vaya que voy a ir. No sé si antes o después de que los griegos entren en contacto con los fenicios, o de que termine de aprenderme las diferencias entre corriente alterna y corriente continua, pero voy a ir, porque desde que era pequeña me quedó sin aprender lo de “entrar” a saltar a la comba cuando otros dos están dando, y mira, nunca es tarde para sacarse la espinita.
Ya por la noche, le cuento a mi madre estas cosas a través del teléfono, ese cordón umbilical que las hijas nunca perdemos con nuestras madres, le hago reír(y mira que está acatarrada), me compadece por lo cansada que se me nota la voz, y me dice una cosa que me demuestra una vez más la razón que tienen y lo que saben las madres:
“Que todas las preocupaciones que tengas en la vida sean esas, hija, aunque tengas que llamar a los negritos, disfruta mucho de tus hijos ahora que les tienes a todos contigo, porque tienes la casa llena de vida”
Qué razón tiene.
-¿Qué vas a ver en la tele?- me pregunta el padre de las criaturas cuando ya la casa está en silencio y los chicos en sus cuartos.
-¿Que qué voy a ver? Voy a ver la manera de dormir corriendo porque son las dos de la madrugada y me quedan cinco horas para levantarme.
Besos después, dormíamos los dos como lirones.
Y yo ando buscando historias para mis libros…Si es que a veces la vida nos lo da todo escrito.
Abrazos!!!
¡BRAVO, BRAVO, BRAVIIIISIMMMMOOOOO!!! Cada vez que aterrizo en tu blog, me lo paso genial. Tienes una frescura a la hora de describir las situaciones cotidianas del día a día, que es imposible quedarse impasible y no partirse de risa contigo. GENIAL, chica.
ResponderEliminarTu vida da para mucho, aunque yo se que tú la cuentas muy bien, por eso de que "escribir es algo maravilloso" y que tú lo pones en práctica con lo que tienes a mano. Vamos que eres "mu apañá".
Me lo voy a ir imprimiendo todo, porque no tiene desperdicio. Lo que se pierden algunas editoriales. Un serial completo de dosis incalculables de lectura amena, bien hecha,ágil y "COMO LA VIDA MISMA"
Un cálido abrazo de papel