viernes, 17 de abril de 2009

Un sitio tranquilo (3)

Con lo bien que estaba yo en mi casa, escuchando “Los mojinos escozíos”, leyendo el “Interviú”, bueno, leyéndolo todo no, porque tengo la vista cansada, sólo mirando las fotos, allí, tiradito en mi sofá, tomando un aperitivo de esos que me pone mi madre a media mañana, no mucho, que sino, luego no como: unos taquitos de jamón, media hogaza de pan, unos triángulos de queso, tres filetes de lomo y un vermú.
Y ahora he tenido que dejar de comer todo eso porque sólo de escuchar la palabra “fiambre” me empiezan a flaquear las piernas.
¿Qué daño hacía yo? ¿Por qué me han tenido que marginar de esta manera forzándome a trabajar como un ser humano cualquiera?
Lo que peor llevaba, después del tema de los muertos, que no es moco de pavo, era lo de no tener arma, más que nada, porque ya había echado las campanas al vuelo con los amigos y a ver cómo me paseaba por el bar, fardando de uniforme y sin una “pipa” que llevarme al bolso.
El tema estaba difícil, porque para tenerla necesitaba no sé cuántos permisos y creo que hasta algún examen, y a mí, en cuanto me nombran lo de examinarme, ya se me quitan las ganas de todo, porque en los estudios nunca fui muy bueno, no por mi culpa, que quede claro, si no por los profesores, que me tenían ojeriza y se empeñaban en decir que era un vago.
Para solucionar la ausencia de pistola lo único que se me ocurrió fue comprarme una de juguete, que las hay que dan el pego de maravilla, y así lo hice.
Había que verme a mí, entrando en aquel bar lleno de amigotes, impresionando con el cuerpazo que tengo, que de uniforme impongo mucho más, y con un pistolón colgado de una funda, que todos me querían coger, pero que no le dejé tocar a ninguno, que ya se sabe que las armas las carga el diablo, y si se daban cuenta de que era de juguete, ya tenía yo mofa para rato.
Tengo que reconocer que estuve “sembrao”, porque les dejé a todos asombrados al verme ir tan decidido a incorporarme a mi puesto, y entonces, los muy cobardes cambiaron la “porra” y las apuestas eran entre los que estaban seguros de que no aguantaría una noche entera en el tanatorio y los que decían que sí.
Esta vez los que me defendieron fueron mi padre y un primo suyo que está como una tapia y para disimular siempre que habla mi padre, él dice: “Y yo pienso lo mismo”.
La verdad es que con el apoyo que tenía era como para darme la vuelta a mi casa y no salir de ella nunca más, pero de eso nada, no estaba dispuesto a permitir que nadie pusiera en duda mi valentía, no iba a dar ni un paso marcha atrás para arruinar mi honor, más que nada, porque cuando salí corriendo con la sana intención de escaparme, mi padre me sujetó por el cinto del pantalón y me metió al coche a empujones. Vaya padre, con todo lo que he hecho por él, por darle un sentido a su vida y un destino a su dinero...Si mis padres deberían de hacerme “la ola” cada vez que entro en casa.
No sé si se me notaba mucho, pero no quería ir al trabajo ni harto de vino, lo de tirarse el pegote con los amigos y tal, estaba bien, a mí la juerga me encanta, pero de ahí a tomarse las cosas en serio, a dejarles a todos allí jugando la partida y a punto de empezar una “peli” de las que nos pone Juancho, el del bar, a partir de las doce de la noche, cuando los abueletes se van para casa, eso ya no tenía tanta gracia. Y mucha menos tiene si pensaba que iba a ir a un sitio que no me atraía lo más mínimo, y con gente que no conocía de nada, y no pensaba en los muertos, si no en los vivos, los compañeros de trabajo, la gente de la cafetería, los otros “seguratas” que compartirían turno conmigo, las señoras de la limpieza, los conductores de los coches... Mogollón de personal que no tenía ningunas ganas de empezar a tratar, la verdad, más que nada, porque luego sería un corte, cuando a mí me ascendiesen, me diesen un despacho, y ellos se quedasen allí, chupando turno de noche para el resto de su vida.
Me resistí todo lo que pude, intenté sobornar a mi padre amenazándole con que si me obligaba a ir al trabajo le contaría a mi madre que compartíamos el “Interviú”, le diría que le sisaba en las compras y hasta me inventaría que tenía una amante imponente. Nada, no surtió efecto, es un hombre muy duro, está acostumbrado a ducharse con agua fría para ahorrar, y eso debe de curtir mucho. Claro que más ahorro yo que sólo me ducho una vez al mes, y todavía les parece mal que cuide de no despilfarrar el capital, no hay quien les entienda, de verdad.
En un último y desgarrador intento de chantaje le propuse a mi padre que en vez de llevarme al tanatorio dichoso, nos quedásemos los dos en un hotelito la mar de majo que hay allí cerca y por la mañana regresásemos a casa como si me hubiera pasado la noche trabajando, a cambio, repartiría mi sueldo con él. Tampoco conseguí nada, no hubo manera, y a eso de la media noche, el coche de mi padre conmigo dentro, aparcó a la puerta del siniestro sitio con la sana intención de abandonarme a mi suerte.
Cuando mi padre consiguió bajarme del coche, me temblaban las piernas, casi no podía con la mochila que me había preparado mi madre, por si me daba el hambre, porque yo estoy acostumbrado a tomarme un “tentempié" antes de acostarme, no vaya a ser que durante la noche me de un bajón de glucosa, que para eso mi madre trabajó en un hospital y entiende mucho, bueno, trabajó en la cafetería, pero algo se le habrá quedado.
Sólo de pensar que aquella noche no iba a poder estirarme en mi cama de cinco metros cuadrados, me daban unas ganas de llorar tremendas, porque dormir es uno de los placeres que tiene la vida, eso nadie me lo puede discutir, y el más barato, buena gana de gastarse el dinero en viajes con lo cómodo que es lanzarse en plancha sobre esa cama que parece una plaza de toros. Es tal la intensidad que le pongo a ese lanzamiento que una vez le rompí tres patas, pero qué más da, ahora tengo el colchón en el suelo, que de ahí ya no pasa.
Se me ocurrió que lo más acertado sería establecer turnos con los otros compañeros y que cada uno fuese durmiendo mientras quedaba otro de guardia, por una noche, podía aguantar durmiendo seis o siete horas mientras ellos vigilaban, y luego ya me encargaría yo de que los demás durmiesen otro par de horas mientras yo desayunaba en la cafetería, no era mal plan, la verdad es que soy bastante bueno organizando, ya lo dice mi madre, tengo madera de jefe de algo. Mi padre dice que tengo madera de alcornoque, él así de brusco.
Animado por mis propios pensamientos, di mis primeros pasos hacia el maldito edificio que así, por la noche, parecía como un enorme bloque de hormigón sin gracia ninguna. Vaya sitio más mal decorado, por dentro no lo había visto todavía, pero por fuera era tétrico. Bueno, claro, pensándolo bien, para lo que había dentro, tampoco era de esperar que pusiesen guirnaldas de colores a la entrada con la música de “El Fary” animando.
Como soy muy detallista, porque eso sí, otra cosa no seré, pero detallista y observador lo soy mucho, es lo que tiene el pasar tantas horas tumbado en un sofá, que te da tiempo a pensar y a sacar tus propias conclusiones, y enseguida me di cuenta de que tenía que haber otro aparcamiento distinto al que habíamos llegado nosotros, porque allí sólo había un coche, un pedazo de Mercedes negro, pero no había ninguno más. Estaba claro que el resto de la gente que sin duda se encontraba en el interior, habían dejado sus coches en otro sitio. Me maravillo yo mismo de lo bien que deduzco las cosas, tengo que reconocer que estoy orgulloso de mí, ¿qué le voy a hacer? No es para menos, lo tengo todo: físico y “químico”, soy un diamante en bruto, tal vez más bruto que diamante, pero bueno, tampoco se trata de andar milimetrando las cosas.
Al entrar en el edificio lo primero que se oye es que no se oye nada, quiero decir, que es lo que más llama la atención, que hay un silencio sepulcral (menuda palabrita para describir el silencio de un tanatorio). No se oía ni el vuelo de una mosca, mejor, porque allí las moscas no iban a ser muy buena señal, la verdad.
Mi padre, quiso despedirse de mí en la puerta, porque como el hombre ya está mayor, se le veía con miedo, pero como no le solté me acompañó hasta una especie de recepción que había allí, como en un hotel.
“La última noche” ponía a modo de arco sobre un mostrador. Anda que también el que le puso el nombre no tuvo que estrujarse mucho el cerebro, no.
Y en aquella recepción, no había un alma, bueno, por lo menos, no había un cuerpo, porque alma, lo que se dice alma, vete tú a saber si en esos sitios las hay o no.
Mientras mi padre daba vueltas por allí buscando a quien fuese, yo no le soltaba de la mano, ya digo que está un poco perjudicado y no le convienen las emociones fuertes (lo que miro yo siempre por este hombre y lo poco que me lo agradece…).
Con la pinta de hotel que tenía aquello, yo buscaba un botones o alguien así que nos saliese a dar la bienvenida, pero nada, aquel sitio estaba muerto (otra vez que doy con la palabra exacta).
Traté de convencer a mi padre de que lo mejor sería irnos de allí, si no había nadie no era culpa nuestra, yo había ido, tenía testigos ( mi propio padre), si los demás no estaban, allá ellos.
De pronto, se me encendió una bombilla en la cabeza, como esas que se les encienden a los personajes en los tebeos, y comprendí que lo más seguro era que todos mis compañeros estuviesen escondidos en alguna habitación para darme una sorpresa de esas en las que salen todos de repente con serpentinas y confeti. El lugar, tal vez no era el más adecuado, pero bueno, a los clientes no les íbamos a poner peor de lo que estaban ¿no?
Me preparé mentalmente para parecer el más sorprendido del mundo cuando por alguna de aquellas puertas que tenía enfrente saliesen todos a felicitarme en mi primer día de trabajo, quería quedar bien, no se puede ir por ahí chafando las sorpresas a los demás, así que, cuando vi que, efectivamente, una de las puertas se abría, puse la mejor de mis sonrisas para recibir…
Para recibir a una sola persona vestida de negro riguroso y con una cara tal que el único cargo en el mundo que aquel hombre podría ocupar sería el de director del tanatorio.
Ni sorpresa ni gaitas, al tío le llegaba la cara hasta el suelo, y estaba tan flaco y tan de negro que parecía haberse escapado de un código de barras.
Me estrechó la mano, la suya era una mano fría, como si allí todo tuviera que estar frío, y nos hizo pasar a un despacho en el que los gastos en decoración se habían limitado a una mesa y dos sillas.
Aquel hombre imponía respeto sólo con verle, y tenía una forma de mirar penetrante y fija, de modo que lo único que daban ganas era de salir corriendo.
Se me debía de notar mucho, porque mientras el tío hablaba, mi padre me pisaba un pie con todas sus fuerzas para evitar que me fuese, todavía me duele el juanete sólo de pensarlo, tener un padre para esto…

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