Sí, estuve dos horas debajo de un sofá en la sala de la entrada ¿y qué?
Estaba allí porque ser “segurata” es casi como ser policía secreta o detective privado, a veces hay que hacer como que va uno de incógnito, que no se te vea, tratar de pasar desapercibido, y eso era lo que yo hacía allí agazapado, no esconderme, no confundamos las cosas, porque encima, de comodidad nada, que tuve que abrir la lata de sardinas a mordiscos, que ni sitio tenía para darle hacia atrás al abrefácil ese con el que no hay vez que no me corte.
Cuando terminé con todo lo que mi madre me había preparado, me encontraba mejor, dirán lo que quieran, pero con el estómago lleno se ven las cosas de otra manera, ya sé que “de grandes cenas están las sepulturas llenas”, pero no era el momento para pensar en esos temas, por muy adecuado que fuese el sitio.
Salí como pude de debajo del sofá y para pensar mejor lo que tenía que hacer, me tumbé un rato, no es lo mismo estar debajo de un sofá, que encima. Pero me tuve que levantar enseguida, tenía un sueño que no veía, se me cerraban los ojos como si pesaran diez kilos cada uno, así que me atreví a dar unos pasos por la sala de entrada en la que estaba, mientras iba dándole forma a una idea, porque las cosas bien planeadas, salen mejor.
Estaba claro que los ruidos que había escuchado en la planta de arriba, se deberían a cualquier movimiento que hubiese habido en el tejado, bien fuese algún ratón, un pájaro..., cualquier cosa que en aquel momento me asustó, pero que bien pensado, no era motivo para tener más miedo del que ya tenía antes de escucharlos.
Eran cerca de las tres de la mañana, me quedaban tres horas por delante hasta que llegase el “mustio” del director, y lo que no quería era quedarme dormido allí y que el tío me encontrase “sobao”, de eso nada, que yo quería salir de aquella noche bien y no volver allí ni muerto, bueno, es un decir...
Hacer un solitario no podía porque no había llevado cartas, televisión no tenían, DVD ni te cuento, “pelis” porno ni las busqué siquiera porque “pa qué”, y libros, haberlos los había, pero ya digo que se me daña la vista y mi madre dice que son dos ojos para toda la vida, no era cosa de machacarlos en una noche tonta. Total, que lo único que podía hacer era pasear arriba y abajo y ponerme un par de palillos en cada ojo a ver si conseguía que no se me cerrasen.
Mientras paseaba, iba recordando mentalmente los fiambres que unos metros por encima de mi cabeza dormían el sueño de “los justos”, aunque menuda parida es eso, porque al fin y al cabo, ese sueño lo van a dormir igual los justos que los injustos, pero bueno, a lo que vamos, que dándole vueltas al tema, pensé que hasta en la hora de la muerte estaban las cosas mal repartidas, porque mira que tenían flores y coronas cuatro de los fiambres y resulta que la pobre paisana que estaba en la sala cuarta estaba más sosa que un pan sin sal, la mujer no tenía ni una flor, ni un detalle, o sea, estaba simplemente muerta, había palmado y punto, ni un puñetero clavel que le habían puesto allí, y eso me pareció mal, porque vamos a ver, ya bastantes diferencias y clases hay en la vida como para que a la hora de “espicharlas” haya que andarse también con distinciones. No señor, yo seré lo que sea, pero a mí eso no me gusta, si hay flores para unos, también tiene que haber flores para otros.
Así que, como si fuera el “Robin Juz” de los mortuorios, subí con la intención de quitarle las flores a los ricos para dárselas a los pobres, cualquier cosa valía con tal de aguantar toda la noche sin que me diese el sueño. Total, sería cuestión de cambiar unas coronas de sitio y punto, bastante disgusto tendrían las familias como para ponerse a contar a ver si estaban todas las flores o faltaba alguna, pensé.
Al llegar arriba, se me ocurrió echar otro vistazo a “mis chicos”, el terror primero había dado paso a una especie de responsabilidad paternal, eran mis muertos, yo estaba allí para cuidarles, y como si estuviera vigilando que ya hubieran llegado todos a casa después de una fiesta, fui abriendo un poco las puertas de las salas, para ver si todos estaban bien, y de paso, mirar a ver quién tenía más flores.
El primer señor, el anciano sencillo seguía en su sitio, cosa por otro lado bien lógica porque si estaba muerto, no cumplía con menos. El segundo, el “rey de las coronas”, también estaba sano y salvo, bueno, menuda estupidez he puesto, estaba fatal, vamos, peor imposible, pero quiero decir que estaba quieto, sin inmutarse. A este era al que le tenía que quitar un par de coronas para ponérselas a la señora de la cuarta sala, así que me dispuse a vencer todos mis reparos y entrar por la parte de atrás del “escaparate” para coger las flores.
Algo me había comentado mi madre de que de pequeño no me podía llevar al parque porque empezaba a estornudar, pero como hacía mil años que no pisaba un jardín, ni me acordaba, la verdad.
Fue acercarme a la corona para sacarla de allí y empezar a estornudar como si me hubiesen echado unos polvos, unos polvos “pica-pica”, quiero decir, que no es el momento de andar pensando en maldades.
A trancas y barrancas, entre las flores que no me dejaban ver casi nada, lo que pesaba la dichosa corona, y los estornudos que no paraban, conseguí llegar hasta la sala cuarta, donde estaba la “sin flores” y dejar la corona allí como pude.
Pero aunque la cosa estaba mejor, los otros seguían teniendo muchas más flores, así que decidí quitarle una también a la “enjoyada”, la ricachona de al lado, que tenía una floristería entera para ella sola.
Y allá fui, porque ya digo que si me llaman “Paco Jones”, por algo será. Me sentía orgulloso de mí mismo como no me había sentido en mi vida, porque después del miedo que había tenido siempre de los muertos, aquella noche daba la impresión de que hubiera nacido allí.
Abrí la puerta de la sala de la “joyas”, y en efecto, entre un estornudo y otro pude ver que aquello estaba abarrotado de flores, menudo despilfarro, como para darse cuenta si les quitaba alguna...
Con tanto jardín botánico y tanta historia, a la paisana casi ni se la veía, vamos, es que estaba literalmente desaparecida, qué cosa, daba una impresión ver el ataúd vacío...
¡¡Vacío!! Sí, eso he dicho ¡Vacío! No era que a la “joyas” no se la viera, es que no estaba. No era que hubieran asaltado el cadáver para llevarse alguna de las alhajas horteras que tenía, no, era que se habían llevado las joyas con la “ricachona” dentro.
Se me cayó la corona, se me cayeron dos goterones de sudor desde la frente hasta los pies, y se me caían hasta los pantalones.
¿Qué iba yo a contarle al “sansirolé” del director cuando llegase a penas dos horas y media después? ¿Qué podía decirle? ¿Qué había pasado con la “rica”? ¡Joer! Que por muy hortera que fuese, era mi muerta, nadie tenía derecho a llevársela entera, esas cosas no se hacen, hombre... ¿Qué habría sido de ella?
Y sobre todo ¿qué iba a ser de mí?
Busqué por debajo de las flores, tal vez con tanto peso, se había caído y ese era el ruido que yo había escuchado, levanté las coronas, estornudé sin parar hasta que tuve que salirme de allí porque ya no podía más.
Miré en el pasillo, en la sala de abajo, por debajo de los sofás y por encima de las mesas, pero no había nada que hacer, decididamente, la “rica” no estaba.
Es asombroso lo rápido que pasa el tiempo cuando no quieres que pase, porque con las ganas que había tenido hasta entonces de que se acabase la noche, de repente lo único que quería era que las seis de la mañana tardasen un poco más en llegar, a ver si me daba tiempo de idear algo, incluso pensé, se ve que un poco afectado por el cubata que me había llevado en el termo de mi madre, que tal vez con un poco más de tiempo, la “rica” regresase a su sitio, como si se hubiera ido de excursión.
¿Y si en realidad nunca había estado muerta del todo? ¿Y si había sido un error y resulta que estaba más viva que yo? No era la primera vez que se habían oído contar casos de esos, puede pasar, pero vamos, también podía haber pasado otro día, y no precisamente el primero y único que yo iba a estar allí. A ver con qué cara le decía al director que me faltaba uno de los “inquilinos” de arriba.
Además, no había ni un ruido, y se me habían quitado las ganas de andar poniendo coronas de un sitio para otro, al fin y al cabo yo no soy ninguna ONG de los difuntos, el que no tenga flores que llame a “Coronas sin fronteras” o algo así, ya había hecho bastante el tonto por querer repartir las cosas equitativamente, está visto que no se puede ir de buena gente por la vida (ni por la muerte), nadie te lo agradece, y encima, para cinco muertos que me confían, ya ves, muertos del todo, que nadie hubiera pensado mal de ellos, va y me sale una rebelde.
Claro que, puestos a pensar, a lo mejor era la primera vez en su vida que se fugaba, o mejor dicho, la primera vez en su muerte ¡vaya lío! Lo que estaba claro, era que la única manera de que mi reputación no quedase en entredicho era que todo se resolviese antes de que llegase el “amo”. Y no es que yo viviese pendiente de lo que los demás dijeran de mí, lo único que me jorobaba, era la opinión que tuvieran de mí mis amigotes de toda la vida, aquellos que se habían apostado no sé cuánto a que no era capaz de pasar allí la noche, los que estaban seguros de que no iba a saber salir airoso de la primera jornada completa de trabajo en toda mi vida. Bueno, no, la primera fue cuando hice de monaguillo con diez años y mientras preparaba los “aperos” de la misa pillé una “tajada” que después en vez de cantar el “Santo, santo” yo salté con “Asturias patria querida”, es que a mí la montaña siempre me ha tirado mucho.
Tengo un amigo que es como Juan “Sinmiedo”, se pasa el día presumiendo de que a él todo le da igual, de que es capaz de cualquier cosa, y claro, me apetecía darle en los morros y demostrarle que no era para tanto, ya de tener que pasar la noche con aquella pandilla de difuntos, por lo menos quedar bien, y no que encima, se corriese la voz de que la primera noche que tienen guarda de seguridad no se llevan sólo las joyas, es que se llevan a la difunta completa.
Luego, también está “Brutus”, otro amigo, muy sanote, buena gente, pero bestia como él sólo, nos tiene asfixiados a todos con su manía de que es más fuerte que ninguno, estás con él tan campante y de repente levanta la mesa o le da por levantarnos en brazos a alguno, que mira que a cualquiera de nosotros no se nos levanta ni con una grúa. A este también quería yo demostrarle que la fuerza física no es lo más importante, que también hay que saber enfrentar situaciones con la misma valentía que yo estaba enfrentando aquel misterio: el enigma de la “joyas”, parecía el título de una novela.
Me quedaban menos de dos horas y la caja de la muerta seguía más vacía que la nevera de mi casa después de pasar yo por ella.
Decidí sentarme a pensar, y cuando me estaba preparando para ello, sentí otra vez unos ruidos en la parte de los “minicines”. Salté raudo y veloz, haciendo gala de mi tremendo valor, y me coloqué rápidamente debajo del sofá, que ya era como mi segunda casa.
Nada, silencio total otra vez, y yo, allí, aferrado a mi pistola de juguete, que aunque matar no mataba, le podía dar un buen susto a los ladrones ¿no?
No hubo nada qué hacer, lo único que se me ocurrió fue subir a ver si la “desaparecida en combate” ya había regresado, tal vez la hubiesen despojado de sus adornos y la devolvieran, como si fuera un envase de esos que hay que devolver cuando te has bebido lo de dentro.
Ahí sí que tuve que tener un arranque de hombría, eso no se me negará, porque subir otra vez, y abrir la puerta de la sala donde tenía que estar la señora, es muy duro, pero que muy duro.
Con la pistola en una mano y el termo de mi madre en la otra (era lo único que tenía, y con el poco de cubata que me quedaba podía marear a alguien bastante), hice como en las películas, di una patada a la puerta y dije: “Tiene derecho a permanecer callado...” Me parece que no es en esa escena en la que se dice esa frase, pero es que las de “polis” son todas iguales y he visto tantas que ya no sé muy bien si tenía que decir eso o lo de “salga con las manos en alto...”, es igual, porque allí no había nadie, por no estar, no estaba ni la muerta, o sea, que todo seguía igual que antes.
Haciendo un derroche de poderío insospechado en mí, eché un vistazo a mis viejos amigos de las otras salas; estos, más formales, permanecían en sus sitios, igual de muertos que al principio, como debe de ser, no como la otra “pendona” que me estaba amargando el turno.
Con la esperanza de que en la policía hubieran cambiado de idea, volví a llamarles, pero la de la centralita me reconoció la voz y me dijo que no fuese pesado, que si yo me aburría, ellos tenían mucho trabajo y que no les diese más la tabarra con mis películas de miedo.
Llamé a mi casa pero no oyeron el teléfono, es que como mi padre ronca mucho, se ponen tapones en los oídos, y ya se puede caer la casa, que es lo mismo.
Ya no sabía qué hacer, por más vueltas que le daba, no se me ocurría una respuesta que darle al director, no me explicaba cómo se habían podido llevar de allí a la señora en cuestión, delante de mis narices.
En esas estaba, cuando a través de la cristalera de la planta baja, vi acercarse un coche. Miré el reloj: las seis y diez. ¡Era el tipo aquel, el rarito, el director! Y la muerta sin llegar, y la caja vacía, y él que me había dicho que si faltaba algo yo mismo ocuparía una de aquellas cajas...
¡Joer, qué idea! ¡Qué idea se me ocurrió cuando me acordé de aquello!
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