El hombre se acerca despacito al coche, un Simca mil verde aceituna, camina con paso lento que arrastra recuerdos de gallardía, saca las llaves del bolsillo derecho del pantalón, el pulso incierto las hace sonar como si fuese un sereno-nervioso, contradicciones de la vida.
En el asiento del conductor acomoda días pasados y
artrosis presentes, coloca el retrovisor, el único que tiene porque entonces no
hacía falta llevar los de fuera, ni los artilugios que llevan los coches de
ahora que te dicen por dónde tienes que ir y todo, eso no es conducir, ni es
nada.
“¿Te acuerdas? Entonces conducíamos con un par, como
los hombres, qué demonios, y si había dudas, se sacaba el mapa de carreteras y
a mirar. Los críos iban en los asientos de atrás que no ocurrían más desgracias
porque Dios no quería, porque tú no traías ni los cintos, que te los tuve que
poner yo después, pero los de delante solo, como si los que iban detrás se
pudiesen matar sin problemas, qué cosas. Hasta Francia llegamos una vez, sin
aire acondicionado ni nada, calor en verano y frío en invierno, como debe ser.
¿Y cuando enseñamos a conducir al pequeño? Le sentaba en mis rodillas, yo manejaba los pedales y él el volante, siete años tenía, me caía cada bronca por aquello que no veas, que era peligroso, que era muy pequeño, y ahí lo tienes hoy, un conductor de primera. También es verdad que los tiempos cambian, si hoy le veo a él hacer eso con uno de los nietos, le llevo preso. ¿Y cuando fuimos a aquel pueblo y te estropeaste? ¡Dios! Me caían las lágrimas a reguero cuando te llevó la grúa, como si me arrancasen un brazo, te lo juro. ¿Y ahora? ¿Al desguace?
Que no, que no, tú y yo juntos hasta el fin, compañeros de inquietudes y de quietudes. ¿Que nos hemos estropeado? Pues sí, se va muriendo uno de vivir, pero así es el juego, “el que de joven no muere, de viejo no escapa”, eso ya lo sabíamos, ¿Que hay que vivir aparcados? Pues vivimos, ya ves tú, en peores pensiones hemos dormido. Pero este ratín no nos lo quita nadie, achacosos, con la carrocería llena de chaperones, pero los hay más jóvenes que tienen cada pedrada… de coches y de hombres, de los dos.
¿Y cuando enseñamos a conducir al pequeño? Le sentaba en mis rodillas, yo manejaba los pedales y él el volante, siete años tenía, me caía cada bronca por aquello que no veas, que era peligroso, que era muy pequeño, y ahí lo tienes hoy, un conductor de primera. También es verdad que los tiempos cambian, si hoy le veo a él hacer eso con uno de los nietos, le llevo preso. ¿Y cuando fuimos a aquel pueblo y te estropeaste? ¡Dios! Me caían las lágrimas a reguero cuando te llevó la grúa, como si me arrancasen un brazo, te lo juro. ¿Y ahora? ¿Al desguace?
Que no, que no, tú y yo juntos hasta el fin, compañeros de inquietudes y de quietudes. ¿Que nos hemos estropeado? Pues sí, se va muriendo uno de vivir, pero así es el juego, “el que de joven no muere, de viejo no escapa”, eso ya lo sabíamos, ¿Que hay que vivir aparcados? Pues vivimos, ya ves tú, en peores pensiones hemos dormido. Pero este ratín no nos lo quita nadie, achacosos, con la carrocería llena de chaperones, pero los hay más jóvenes que tienen cada pedrada… de coches y de hombres, de los dos.
¿Que no nos dejan salir a la calle porque somos un
peligro público? Bueno, yo cada día veo en el parte que hay accidentes con
coches nuevos y conductores bien jóvenes, nunca hablan de Simcas mil y
conductores ancianos.
-Porque ya no los hay, papá, porque ni quedan Simcas
mil, ni tienes ninguna necesidad de conducir, tú dinos dónde quieres ir y te
llevamos, no tienes que preocuparte de nada más, solo queremos cuidarte, que
estés bien, que no te pongas en peligro ni pongas a otros.
Lo que ellos digan, pero vamos, porque has tenido la
avería esta tan gorda y dicen que tienen que traer la pieza de Alemania, que si
no… No me digas a mí los tiempos que corren, una simple cabeza del pistón, y
hay que traerla del extranjero. Cuando llegue, te la pongo yo mismo y nos vamos
por ahí, a dar una vuelta, a ver el mar, o subimos hasta el faro y nos bebemos
el viento, tu aparcado al mismo borde y yo sentado en el capó, con el mar
delante, todo para mí, llenito de espuma blanca como puntilla de enagua que
promete el cielo”.
Al salir del almacén, de vuelta a casa, el hombre
echa una mirada al buzón.
Nada, ni rastro del aviso de correos, tanta eficacia
de los alemanes y luego para enviar una pieza tardan un año.
Ya en la cocina se pone un café para tomar las
pastillas de la tensión: la blanca pequeñina y la roja con la ranura en medio,
luego guarda las cajas otra vez en la
balda mediana del armario, no vaya a ser que un día vengan los nietos y les
echen mano, que los críos, ya se sabe.
Solo un estante más arriba, al fondo, la vieja
cabeza del pistón, todavía útil, duerme de la mano del hijo, sueños de viajes pasados, de kilómetros
recorridos, y hasta de paquetes de Alemania que nunca llegarán.
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