El hombre se acerca despacito al coche, un Simca mil verde aceituna, camina con paso lento que arrastra recuerdos de gallardía, saca las llaves del bolsillo derecho del pantalón, el pulso incierto las hace sonar como si fuese un sereno-nervioso, contradicciones de la vida.
En el asiento del conductor acomoda días pasados y
artrosis presentes, coloca el retrovisor, el único que tiene porque entonces no
hacía falta llevar los de fuera, ni los artilugios que llevan los coches de
ahora que te dicen por dónde tienes que ir y todo, eso no es conducir, ni es
nada.
“¿Te acuerdas? Entonces conducíamos con un par, como
los hombres, qué demonios, y si había dudas, se sacaba el mapa de carreteras y
a mirar. Los críos iban en los asientos de atrás que no ocurrían más desgracias
porque Dios no quería, porque tú no traías ni los cintos, que te los tuve que
poner yo después, pero los de delante solo, como si los que iban detrás se
pudiesen matar sin problemas, qué cosas. Hasta Francia llegamos una vez, sin
aire acondicionado ni nada, calor en verano y frío en invierno, como debe ser.