Los hermanos pequeños, son pequeños para siempre. Aunque midan dos metros y sean ejecutivos muy ocupados, siguen siendo hermanos pequeños.
Aquel día, el abuelo decidió volar. Se cansó de vivir o vaya usted a saber qué oscuras sensaciones pasaron por su cabeza de infinitas entradas entre canas mesadas contra el tiempo.
No fue un arrebato loco, lo pensó bien pensado el hombre, dejó cartra de despedida nombrando a todos los allegados, dejándoles el cariño que nunca escondió para ellos, pero le faltó el último cálculo, el del daño que deja el que vuela porque quiere.
Él, que había vivido la guerra, la miseria, el amor, el trabajo... tal vez no pudo con el último asalto del declive en el camino, y decidió adelantar la meta una madrugada que amaneció sin sol.
El desconcierto que deja la ausencia del ser querido se rodeó además de la sombra de la pregunta que jamás será contestada: "¿Por qué?" Y sin poder evitarlo, cada miembro de familia dejó un instante de su vida allí, volando al lado del abuelo. ¿Por qué bajó la nieta a su lado? No lo sabemos.Tampoco es necesario encontrar respuesta a todo lo que se hace, hay cosas que se hacen porque se necesitan, y ella pensó en su abuelo, tan abajo,tan solo, en pijama, rodeado de extraños que se tapaban la boca espantados ante la tragedia, y pensó que alguno de la familia debería estar a su lado, como lo habían estado siempre... ¿O no? Y bajó allí, y aunque no la dejaron acercarse, vió entre los pliegues de la manta con la que le habían cubierto, los pelillos despeinados de su cabeza y se le encongió el corazón. También estaba el hermano pequeño, grande como un castillo, con traje y abrigo. Ella mayor pero pequeña en tamaño, cuidaba de que el chico, un hombre ya, no viese nada, y cuando llegó la jueza para levantar el cadáver, cogió a su hermano del brazo y le retiró de la escena, como cuando de niños le apartaba si había un peligro o una película de aquellas que le ponían nervioso y no podía ver más. Y él, director de lo que fuese, con dotes de mando, con tanta embergadura, se dejó hacer, al fin y al cabo, los hermanos pequeños nunca dejan de serlo.
La jueza, acostumbrada a escenas similares, miró a la chica sin comprender el por qué de tanta desolación: "¡Tenía noventa y dos años! ¡Era un abuelo!" le dijo, por si acaso la nieta no se había dado cuenta, y empezó a hablar de autopsias y tecnicismos que ella no quería oír.
Tal vez las juezas no tengan abuelos, o sus abuelos no sean voladores. ¡Vaya usted a saber!
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