lunes, 8 de abril de 2013

AYER ESTUVE EN ÁFRICA (Varias veces)



"Yo tenía una granja en África al pie de las colinas de Ngong..."

      Había pensado verla este fin de semana sin saber que la ponían en la televisión, pero el sábado por la tarde, frío y lluvioso en León, me disponía a dar la vueltecita de rigor por los canales para decidir qué podía no ver,  cuando pillé justo el momento en el que la protagonista de la historia pronuncia la mítica frase, y a pesar de los años pasados desde que vi la película por primera y única vez, la identifiqué enseguida y me recoloqué en el sofá, con mantita y calefacción dispuesta a reconciliarme con el romanticismo, que de vez en cuando, no está nada mal.

   








        Para eso, tuve que negociar con mi acompañante (de siete años) con el fin de que, por una vez, no pusiésemos a Bob Esponja. Reconozco que estuve tentada de dejarle que lo viese y posponer mi película para otro momento en internet, pero me apetecía tanto, que él, muy generoso, accedió a cambio de una partidita de juego en el Ipad, siempre con el límite de los 30 minutos que no puede superar.
      Es asombroso lo poco que dura media hora cuando se está de maravilla, y mientras yo me dejaba llevar por los paisajes frondosos de esas tierras africanas,salpicadas de animales hermosos (entre ellos Robert Retford que de aquella tenía una madurez de lo más sensual), mi pequeño jugó, apagó el aparato y lejos de jugar con otra cosa, optó por quedarse conmigo, acurrucadito entre la manta y dándome mil besos cada poco. ¿Se puede pedir más a una tarde de sábado?

     -Tú mira la película, mamá, que yo te cuido. (es un cielo, de verdad)
     -Esta película no es de niños- le dije- puedes jugar con otra cosa.
   Juro que tiene juguetes de lo más variopinto para pasar  mil tardes sin aburrirse y para que yo vea las memorias, no de África, sino de todos los continentes, incuida la Atlántida.




      -No te preocupes, que yo veo los animales- me dijo.
      Y yo le creí.
      Al segundo león y tercer o cuarto mono, empezó a preguntarme cuánto quedaba de película.
      -Mucho- le dije- acaba de empezar, pero puedes ponerte a jugar a lo que quieras que no tenga cables, si no quieres ir a tu cuarto, puedes traerlo y estar aquí.
      -No, no, deja, no me apetece.
       Las películas, como los libros, son distintos cuando se ven o leen después de varios años, bueno, mejor dicho, somos nosotros los distintos. Esta vez me llamó la atención la facilidad de la baronesa para contar aquellos interminables cuentos con solo una frase que le dieran de pie. Aquellas tardes sentada al fuego con sus amigos, con aquel cazador que empezaba a aparecer en su vida apuntando miradas seductoras y silencios sugerentes.

      -Tengo hambre.
      Por muy profundos que sean los pensamientos, puedes salir de ellos con dos palabras, solo dos, sobre todo si ya intuyes que van a ser la antesala de frases más largas.
   
  -Es muy pronto para merendar, juega un poco. ¿Por qué no traes las pinturas y haces un dibujo? 
     
-Porque tengo hambre. Mucha hambre.

      -No tienes hambre- le dije- estás aburrido, eso es lo que te pasa.
     
       -¡Tú no estás en mi barriga! No puedes saber si tengo hambre.

      -LO SABE- dijo entonces mi otro hijo que entraba en el salón en ese momento- siempre lo sabe, no te molestes.

       -Vamos a ver, se trata de que pueda ver esta película, tampoco es tanto pedir. Cuando sea la hora de la merienda, la pondremos, pero ahora es pronto. ¿Voy a poder verla o tendré que hacer como siempre y dejarlo para las tres de la mañana cuando ya no interrumpa nadie?

        Me miraron ofendidos, se miraron entre ellos, como asombrándose de mis exigencias, y se hizo de nuevo el silencio.
        Dos minutos.
        La baronesa Karen y el cazador se encuentran después de un tiempo sin verse, ella regresa a Holanda para curar la sífilis que le ha transmitido el asqueroso de su marido. Se miran, se saludan, hay una tensión sexual de esas que nota todo el mundo menos ellos, que desde el sofá te dan ganas de ir a la pantalla de la tele y acercarles las caras para que se besen ya de una vez...

       -¿Puedo comer pepinillos?

       Lo dijo, de verdad, dijo pepinillos en ese momento tan delicado en el que se encontraban los protagonistas de la historia.

        -Pero, bueno...
       
       -Tú disfruta de la película, mamá, disfruta, yo solo quiero comer pepinillos.

        -No puedo disfrutarla, lo que quiero es que dibujes, que juegues, que leas, que hagas algo, es solo este ratito y después yo te leo, yo juego, yo hago lo que quieras ¿vale?

        -Es que tú solo sabes jugar al parchís y a las tres en raya, y eso no mola.

         -Bueno, luego lo hablamos, por favor.
       
        -Eso, luego lo hablamos, pero ahora... ¿puedo merendar pepinillos?

         Le miré sin palabras, es un cielo, de verdad, tan serio y formal que no puedo reñirle por nada, pero es que yo soy de las que si leo un libro, vivo la historia y no me gusta que me saquen de ella, si veo una película me meto en la trama, estoy allí, con los protagonistas, y ayer, estuve en África, a ratos, entre pepinillos y hambres atroces, pero estuve en África.
       
      -¡Shsssss! No te distraigas, mamá, que te la vas a perder, mira, mira, tú atiende.

         Lo mejor del caso es que me estaba sintiendo culpable, pero vamos, MUY culpable por no apagar la tele y ponerme a preparar aquella opípara merienda que pudiese saciar la hambruna que azotaba mi casa, me sentía rastrera por preferir a Robert Retford, por estar allí esperando un desenlace de sobra conocido y que no iba a cambiar por que dejase el final para otro rato.

        -Voy a jugar un rato- sonó de repente en mis oídos como un bálsamo para mi conciencia.

    La banda sonora de la película llenaba el salón poniéndome los pelos de punta, es una música que, además, asocio con uno de mis libros ("Al norte del norte") porque con ella hice su vídeo de presentación, e inevitablemente me recuerda la historia que yo contaba, también en África.
         Al son de los compases de la melodía y mientras los dos enamorados se daban cuenta (¡por fin!) de que lo suyo iba en serio, detrás del sofá que tengo a mi lado veo aparecer y desaparecer una cabecita.

     -¡Hola, mami! ¡Hola, mami!- decía,mientras subido en una de esas enormes pelotas de goma con asa que sirven para saltar, daba brincos a la vez que se escondía y asomaba de nuevo.

        Le miré incrédula.Esa pelota lleva rodando por casa meses sin que le haya hecho el menor caso, de verdad.

       -¿Qué tal va la película?-me preguntó sin dejar de saltar, como si hiciese horas que no nos veíamos.

       -Bien, va bien. ¿No te caerás?
     
      -No. Dani (su hermano) está preparando la merienda porque nos morimos de hambre.

       Puedo prometer y prometo que habían comido, de verdad, tengo por costumbre alimentar a mis hijos, creo que bien, pero jamás nos azotó semejante torbellino de hambre como el de esa tarde que merecería una ponencia en el mejor de los congresos de hambre que haya en el mundo.

        -Pero bueno... -acerté a decir.

        -Tú escucha, escucha la película, que te la vas a perder. ¿Te mola mucho?

        -Si- le dije- me mola bastante.
         Y salió del salón dando botes en busca de su hermano, un objetivo mucho más interesante que yo.
         Calculo que habrían pasado seis o siete minutos de gloria cuando la baronesa de la historia y su ya declarado enamorado vuelan en una avioneta desvencijada sobre las colinas africanas. Ella va en la parte delantera y es tal la emoción que siente que, en un momento determinad, extiende el brazo hacia atrás para estrechar la mano de él, para compartir el momento inigualable que están viviendo entre la tierra y el cielo de África.
     Yo tenía una lágrima justo en el borde del ojo, dudando de si salir o no salir, "reconcentrándome" en la escena, casi volando con ellos... cuando veo entrar, como si de un desfile se tratase, a mis dos hijos con sendas bolsas de aperitivos de esos que les encantan, a los que habían añadido pepinillos en vinagreta y dispuestos a compartir conmigo momento tan embriagador.

     -¡¡¿Pero dónde vais?!!- casi grité porque no es bueno bajarse de una avioneta de repente para aterrizar en medio de semejante festín culinario.

     -A merendar- me contestaron sin comprender por qué dudaba algo tan obvio.
     -¡Aquí no! ¡Ni hablar! ¡Aquí no!

     Se miraron, movieron la cabeza anonadados por mi incomprensión, y salieron rumbo a la cocina donde, sin duda, podrían disfrutar de su capricho sin el mal carácter de una madre cinéfila.
      Cuando la sequía hace mella en las plantaciones de la baronesa y no le queda más remedio que planear su regreso a Holanda, cuando los tonos multicolores que han estado brillando durante toda la proyección se oscurecen para dejar paso a la soledad y a la tristeza de una mujer luchadora y generosa, cuando el cazador promete regresar para llevarla a Mombasa y hasta los que nunca han visto la película (si es que hay alguien) sabe que no regresará, justo en ese momento, ya mitigada el hambre cruel, vuelvo a tener compañía a mi lado en el sofá.
     -¿Puedo mirar cuánto le falta para acabarse?

   Dichosos mandos de televisión que con una tecla indican en pantalla el tiempo de duración de cualquier programa, cuando yo era pequeña no había eso. Bueno, cuando yo era pequeña no había mandos a distancia.
     ¡Dios! ¿Hace tanto que he sido pequeña?

     -Le falta poco, no te preocupes- le dije-ya está acabando.
     Justo cuando Robert Retford, bueno, su personaje,  "aterriza" para siempre en la colina del Ngong, aterricé yo también en la realidad de mi tarde, de mi irrepetible tarde.

     -¿Se terminó? 

     -Sí, ya se terminó. ¿Estás contento?

     -Yo sí. ¿Y tú estás contenta porque te la he dejado ver enterita?

     -Pues sí- le respondí- la verdad es que estoy muy contenta.

    Y la lagrimita que había estado todo el tiempo a punto de precipitarse mejilla abajo y no lo había hecho con la película, lo hizo con el abrazo que le di a mi niño, porque me enseñó, sin saberlo, un montón de cosas:
       -Que puedo ver esta película mil veces más, seguro, pero jamás será igual a la que vi ayer, que recordaré y añoraré mientras él ( ellos) vaya creciendo.

       -Que no hay nada tan poderoso como las ganas o necesidad de llamar la atención de una madre cuando uno cree que no se le está haciendo el suficiente caso.

        -Que de todo, hasta de una película mil veces interrumpida, se puede sacar algo positivo, porque ahora, al escribirlo, me entra la risa que no me entraba ayer.

        -Que el hambre es muy mala, sobre todo si viene acompañada de un aburrimiento inmenso y una madre que limita las nuevas tecnologías (¡con lo divertidas que son!) a treinta minutos que se pasan enseguida, concretamente, en media hora.

        -Que los pepinillos no se estropean, los que sobrevivieron a la merienda, siguen allí, abandonados hasta que me canse de verlos, porque ya no tienen sentido ni le apetecen a nadie, están tan olvidados como la pelota gigante de goma, que pulula por la casa a la espera de que se me ocurra ver otra película porque será la única forma de que alguien le haga caso.
   
Yo no tengo ni, seguramente, tendré nunca una granja en África, ni falta que me hace, la verdad, pero tengo un tesoro en mi casa en forma de hijos (cuatro), que sin ellos saberlo, escriben mis historias.

Ruego discreción, seguramente no es correcto compartir públicamente estos momentos, pero no me puedo resistir.


2 comentarios:

  1. Hijos, 2
    Cazador, 1

    Ganan Javi y Dani.
    Menudo golazo le han metido a Robert Reford

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  2. Disfruté mucho el sábado viendo esta película yo solita. Pero me ha encantado compartirla contigo hoy y con tu experiencia de mama campeona. ¡Eres adorable Bea!

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