miércoles, 4 de julio de 2012

LA TELA DE ARAÑA




Cuántas veces el temor arruina lo que podría haber resultado maravilloso . . . o no.

LA TELA DE ARAÑA


   Los sentimientos no entienden de bandos, surgen y , al contrario que el enemigo, van tendiendo puentes, uniendo soledades, aunando miserias bajo el manto protector de la necesidad de afecto.
Ella, que no entendía absolutamente nada de alemán, leyó en los ojos claros del muchacho el vacío, la lejanía del suelo propio, la ausencia de amparo que cobijase el regreso tras la batalla . En su pelo rubio creyó ver épocas mejores, reflejos dorados de tiempos venideros que, tarde o temprano, llegarían. Y él no necesitó el idioma para expresarse, porque las miradas, las caricias y el brillo de los ojos que se buscan, hablan una única lengua: la del deseo, la del encuentro furtivo, la del amor que va creciendo a la sombra de toques de queda y estallidos de granadas, inmerso en su propia guerra, mutilando penas, trocándolas en esperanza y en promesas tejidas con penúltimos besos, con abrazos interminables, con pitidos de trenes que se alejan, que se pierden en raíles de lágrimas silenciosas, que no logran anegar el sueño de volverse a ver.
    Y el silencio se convierte en letra, la ilusión en cartas que van llegando a cuentagotas, como tesoros robados al tiempo, como jeroglíficos indescifrables en los que no se puede adivinar el gesto amado, mientras el corazón reclama palabras que alivien la tristeza como medicina reparadora de lesiones.
   Por eso corrió ella calle arriba con un montón de cartas en busca del eterno amigo que años atrás había estado en Alemania, solo él podría ayudarla, solo su conocimiento del otro idioma le proporcionaría el alivio que necesitaba, y , con la confianza que dan los años de amistad, le tendió el pequeño hatillo de misivas extranjeras como si le confiase con ese gesto media vida, como si fuese el último barco que pudiese alejarla de la eterna tristeza en la que no quería sumirse.
Y él las tomó con la misma ternura con la que ella las entregaba, estudiando la mirada temerosa de la amiga, la amiga del alma que descargaba en sus manos tantos sentimientos que le pesaban demasiado, que se sentó a escuchar y, él no pudo, no supo negarse.
    Le leyó besos, abrazos, y hasta miradas leyó. Tradujo sueños, promesas y secretos. Y mientras ella regaba el rostro con caminos salados que se sumían en la distancia, él empezó a leer silencios, lejanía y una chispa de olvido.
   Las cartas seguían llegando a pesar de que la lectura sólo transmitía indiferencia, abandono y desilusión. Ella no quería resignarse a lo que oía, y aferrándose a la última esperanza continuó recibiendo las misivas, incluso más frecuentes que antes, y entregándolas a su fiel traductor anhelando una gota del entusiasmo perdido, del sabor almibarado del amor que se había ido diluyendo entre los kilómetros que les separaban.
   Y él leía no solo el papel, también leía entre líneas en el rostro de ella, aquel rostro que hubiese gustado de acariciar como lo había hecho el dichoso alemán que tanta huella había dejado en ella. Leía las malditas cartas que no dejaban de llegar para esperanza de ella y para desdicha de él, que se hubiese conformado con haber despertado en su eterna amiga la décima parte de entusiasmo que suscitaban un sobre por abrir y unas palabras por descifrar. Palabras que, a saber lo que pondrían, porque él, su lector, su traductor de cabecera, jamás supo ni media palabra de alemán. El tiempo que pasó en el país estuvo trabajando con un grupo de españoles que se dedicaban a ahorrar cuatro pesetas para cuando regresasen, ni más ni menos, no estaban ellos como para emplearse en el aprendizaje de idioma tan complicado. Pero no iba a descubrirle eso a su amiga que parecía admirarle por ello, no iba a delatar su ignorancia, prefería que siguiese creyendo que era un hombre culto, tal vez de esa manera lograse llamar su atención y abandonar para siempre la categoría de amigo para ascender algún escalón que le llevase hacia el lugar que tan profundamente había conquistado el germano.
    Y se dedicó a inventar. Palabras dulces y tiernas al principio, las que le hubiese gustado decirle por su propia boca, frases hermosas cargadas de sentimientos que, parapetadas en el escudo del otro no le causaban sonrojo pronunciar, palabras más amargas después, cuando ella seguía flotando en su nube azucarada y él se preguntaba si había hecho bien tejiendo aquella red de la que no sabía cómo salir y en la que la veía a ella cada vez más atrapada, esperando a su dichoso alemán que, persistente, no dejaba de escribir. Palabras de olvido, de despedida incluso, inventó para ella, para que le borrase de su memoria, para que dejase de suspirar tan profundamente cada vez que daba por finalizada la supuesta lectura de otra carta.
    Pero seguían llegando, él seguía leyendo y ella seguía esperando. Daba igual la esposa que él había inventado para el lejano amante, e igual dieron los hijos que fueron naciendo, ella siguió esperando sus traducciones mientras hebras de plata entretejían la trenza de su pelo.
   Jamás había conocido una mujer con semejante dosis de ilusión contenida, con tal acúmulo de ceguera que le impidiese ver la realidad del amor que había desaparecido al mismo ritmo que el suyo, el del solícito traductor, había ido creciendo en la penumbra, y que era, ciertamente, el más ciego de los dos.
   No vio nunca que las cartas que llegaban de Alemania estaban, en realidad, selladas en el pueblo. No vio jamás que tras las primeras, que sí fueron auténticas pero que dejaron de llegar a los pocos meses, las que su amiga le daba a leer estaban escritas en un idioma inexistente, con palabras inconexas e inventadas que no tenían otro valor que el que él creaba para ella. No vio , no pudo ver, que su amiga del alma, por no vivir el dolor y la vergüenza de haber sido olvidada por su fugaz enamorado, se dedicó a enviarse a sí misma aquellas cartas en las que nada real ponía, pero a las que su lector, su interprete de sueños, daba vida, generando en ella a la sensación incomparable de ser amada en silencio, de ver cómo el amigo ,  claramente ignorante del idioma , transformaba las palabras indescifrables en frases unas veces de amor y otras de olvido, unas veces de miel y otras de amargura.
   Y le pareció que era mejor seguir así, presos cada uno de su engaño, de la tela de araña que se habían ido tejiendo en torno a sí mismos. Era tan dulce dejarse llevar . . .   Tal vez si no apostase de nuevo por el amor, no correría nunca el riesgo de volver a perderlo.
   No comprendió que quien no juega, jamás conocerá la desdicha de perder, pero el precio que paga es alto, pues se priva también de la posibilidad de la victoria.

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