sábado, 31 de diciembre de 2011

EL BLOG DE SOCO

Soco y yo trabajamos juntas hace años, cada una en una sección diferente de la fábrica de Antibióticos de León, por aquel entonces ni una ni otra sabíamos de las aficiones literarias que ambas teníamos. Años después, cuando la vida nos había puesto en caminos diferentes y yo empecé a dar mis primeros pasos visibles en el mundo de la escritura, Soco tuvo la amabilidad de buscar mi teléfono (habíamos perdido el contacto por completo) y llamarme para felicitarme por un premio que me habían concedido, y no se me ha olvidado, porque  eso es algo que hace poca gente. Una de las cosas negativas que seguramente comparte este mundillo con otros muchos, son las rivalidades, los "piques" entre los éxitos propios y los contrarios, las pequeñas envidias absolutamente absurdas, sobre todo moviéndonos en terrenos tan básicos, en premios que no sacan de pobre a nadie, en reconocimientos que si hacen ilusión es por eso, por lo que tienen de valoración de un trabajo, no por aportaciones económicas, que tampoco justificarían envidias, simplemente las disculparían un poco más, pero bueno, ya digo que esa es una de las cosas negativas que he aprendido  y que merecería capítulo aparte. Lo cito solo para que se vea el valor que tuvo para mí aquella llamada de Soco, porque dice mucho en su favor.
Tiempo después nos vimos en la entrega de uno de los premios (muchos) que le concedieron a ella y a la que asistí encantada de la vida por reencontrarla y por descubrir detrás de su modestia, una GRAN ESCRITORA.
Soco no es que cuente historias, eso, con mayor o menor acierto, lo hacemos muchos y aquí estamos. No, lo suyo es acariciar las palabras, llevarte por las frases de la mano de una narración tan rica, tan suave, tan acertada que uno se olvida de la calidad literaria que tiene para identificarse con los personajes, con las descripciones, con las situaciones que relata con tal maestría que se entiende facilmente el palmarés de premios que ha cosechado en tan poco tiempo. Entre ellos:
-Primer Premio IMAS. Puerto de Mazarrón. 2007.
-Primer Premio Relatos de Mujer Ayuntamiento de Villaquilambre (León) 2009
-Primer Accésit IX Certamen Literario UDP Madrid 2009
-Primer Premio Imágenes de Mujer. Ayuntamiento de León. 2009
No sigo para no hacer demasiado extensa la entrada, pero puedo aseguraros que hay muchos más, amén de novelas que han quedado finalistas en diversos certámenes internacionales.
Yo sé que esto no va a parar aquí, que más pronto que tarde nos veremos (porque yo estaré allí para darle un abrazo enorme) en la entrega de algún premio sonado, de alguna novela que verá la luz y los honores que sin duda merece, y ella seguirá ahí, como si nada, pensando que lo que hace es muy normal, pero no, Soco, no, lo tuyo es especial, es, como dicen los chavalillos, "una pasada".
Os invito a visitar su blog, "Ultima luz" http://socoramos.blogspot.com/  y me permito hoy hacer algo que hago de vez en cuando y que me encanta porque enriquece mi blog, que es tomar prestadas palabras de otros autores. Hoy, para terminar el año de lujo, os dejo el relato de Soco titulado "Días sin luz", que obtuvo el Primer Premio en el VI Certamen “DULCE CHACÓN” Convocado por "La Gavilla Verde" de Santa Cruz de Moya,  en 2011.
Que lo disfruteis, porque la dulzura que transmite os hará admirar a su autora como yo lo hago.
Gracias, Soco, por permitirme poner este broche de oro en mi blog al acabar el 2011.

DÍAS SIN LUZ  (Soco Ramos)

El chico de la Palmira llegó casi sin aliento hasta la mina.

-¡Juana!, ¡Juana! –voceó de lejos

A Juana le dio un vuelco el corazón. La Palmira no habría quitado al muchacho de trabajar en la tierra para mandarlo a la carrera hasta la mina de talco a no ser que algo grave sucediera. Pensó en su suegro. Se le acordó que el hombre llevaba semanas cavilando, ensimismado, rumiando entre dientes “pa esto, mejor morirse”, todo desde que había resbalado del tejado y se había roto la cadera. “mejor morirse, y no ser un estorbo más”
-¡Quite allá, padre!, ¿qué ha de ser usted un estorbo?- le había respondido Juana.
-No le hagas caso, hija, -dijo la suegra- Le ha dado por esa cantinela desde que salió del hospital. Y tu, calla ya con esa monserga,-se dirigió al viejo- que bastante tenemos pa nosotras sin que nos aflijas más
-¡Qué sabréis vosotras! ¡qué sabréis vosotras lo que es para un hombre convertirse en un inútil!
Pensó en su suegro, sí, pero ni por asomo se le figuró que le hubiera ocurrido nada malo a su marido. Pedro estaba bien al resguardo y nadie en la vecindad se imaginaba que su hombre llevaba años escondido en su propia casa. Además hacía mucho tiempo que la guardia civil no les molestaba. No como en los primeros años que se presentaban de improviso igual de día que de noche, preguntando el paradero de Pedro, y les apaleaban brutalmente, tanto que Juana tuvo miedo no por ella, a pesar de los vergajazos, de los cabellos arrancados, de los moratones, sino por el hijo mayor. A Pedrito también le habían golpeado sin consideración, sin tener en cuenta que era apenas un niño de catorce años. Y por eso, porque no podía sufrir que le pegaran y porque temía que el chaval no resistiera la dureza de las palizas y revelara el escondite del padre, le envió a casa de unos parientes a Sestao, a trabajar en los Altos Hornos.
El chico de la Palmira, sin resuello apenas, gritó:
-¡Los civiles, Juana! ¡Los civiles! ¡Los civiles que se llevan a tu marido!
Juana tiró lejos la piqueta de limpiar el talco y corrió como loca hacia su casa. Nunca como entonces se le hicieron tan largos los seis kilómetros que separaban el pueblo de la mina. Ni siquiera en el rigor del invierno cuando las piernas se hundían hasta la rodilla en la nieve y los músculos se negaban a avanzar, atenazados por el frío. Estaba acostumbrada, como las otras mujeres, las que formaban la “brigada del talco”, a caminar sin reparar en el cansancio, sin reparar en el hambre que les encogía el estómago igual que el frío les encogía los cuerpos. No se permitían pensar en sí mismas y por eso resultaban insensibles a las dentelladas del frío, inmunes a las enfermedades. Si no se trabajaba no se cobraba. Pensaban en los suyos: en los maridos ausentes –presos o con los maquis- y en los hijos hambrientos; en los hombres que la guerra no devolvió; pensaban en el jornal, en las cinco pesetas que ganaban al día desbrozando el escombro del talco, cargando vagonetas con el mineral, espalando nieve para que los camiones pudieran salir a la carretera. Juana pensaba sobre todo en Pedro. En mantenerle escondido. En que nadie descubriera su refugio desde la noche cerrada en que bajó de las montañas en busca de comida y mantas y ella, Juana, ya no le dejó marchar.
“Y yo qué se”- había respondido en el cuartelillo- “por el monte andará, ¡qué más quisiera yo que verlo!”
El cabo la había zarandeado, “y lo que llevas en la barriga ¿qué? ¿Quién te ha preñao, di?”, pero esa vez no se atrevió a ponerle la mano encima.
La misma pregunta que se hacía todo el pueblo. La misma sospecha que se maliciaba el cura. A Juana no le gustaba el cura nuevo, el que vino a sustituir a don Antonio cuando éste murió.
-Vamos a ver, Juana, -le había dicho con fingido afecto- si el hijo que esperas no es de tu marido, entonces estás en pecado, y por consiguiente tu hijo será hijo del pecado, ¿comprendes? Pero yo estoy seguro de que tú nunca cometerías adulterio…
( y él qué sabía, si acababa de llegar, si no era como don Antonio, un santo, que había casado a medio parroquia y bautizado a la otra media, que había rezado y llorado por los muertos de la aldea compartiendo el dolor de las familias como si los difuntos también fueran suyos. Pero éste… éste sólo parecía sentirse a gusto conversando con los ricos del pueblo, o con el maestro, o con el alcalde, como si los demás no existieran o existieran únicamente para postrarse de rodillas)
… luego, por fuerza -concluyó-,Pedro tiene que ser el padre. Dile que haría bien en entregarse.
-El padre es mi suegro. De él es el hijo.
La idea había partido de la señá Germana. Su suegra era una mujer de arrestos. Se había engallado frente a los civiles la noche que entraron en la casa derribando armarios, dando culatazos en las paredes, levantando la trampilla que llevaba a la bodega… “maldita vieja, ¿dónde anda “el rojo”?-gritó el cabo. Y la señá Germana se le había puesto delante, en jarras, “ni lo sé, ni aunque lo supiera te lo diría, así me mates; ¿dónde se ha visto que una madre delate a su propio hijo?” El cabo le propinó un empujón pero la mujer no se acobardó “¡hijo de mala madre!- le insultó desde el suelo. El civil la pateó con sus botas sucias de barro y se marchó furioso.
Así que cuando Juana, horrorizada, les participó a sus suegros que “había caído en estado y que de ninguna manera tenía intención deshacerse del hijo”, la anciana apuntó a su marido: “Tú di que el hijo es de éste”.
Nació chico y Juana le puso por nombre Germán, como la abuela.
Y ahora… ¿qué había pasado para que dieran con el escondrijo de Pedro? Hacía tiempo que los guardias les habían dejado en paz. Una denuncia. Eso ha tenido que ser una denuncia, pero ¿de quién? ¿de quién, si nadie sabía de la covacha bajo las llamas de la chimenea? Allí se ocultaba su marido cuando intuían el peligro. En un boquete pequeño que habían ido alargando poco a poco hasta darle salida a la cochiquera. La leña siempre apilada, siempre preparada para prenderle fuego una vez el huido entrara por la abertura. Por eso nunca le habían encontrado, porque el fuego ardía constantemente en el hogar aunque fuera verano. “la reuma”- se quejaba el viejo arrimado a las brasas.
Así habían transcurrido diez años. Diez increíbles largos años en los que su marido había trocado el día y la noche, durmiendo durante las horas de sol en su agujero y subiendo al dormitorio de Juana cuando brillaban altas las estrellas.
Y hoy… ¿qué había sucedido hoy?
Los guardias llevaban días expectantes, espiando los movimientos de los habitantes de la casa ahora que tenían la certeza –la completa seguridad- de que “el rojo” estaba dentro. Si los registros habían cesado era porque llegaron a la creencia de que el perseguido habría cruzado la frontera, o habría muerto en cualquier guarida del monte. Cierto es que de vez en cuando se llegaban a preguntar por el paradero del hombre, pero más bien como una rutina adquirida que porque esperaran obtener algún resultado. O quizá sólo por maldad, por mantener la tensión y el miedo en la familia del huido. Hasta que les llegó la denuncia. Ya no había motivos para la duda. En su lugar la rabia se adueñó de los guardias que se sintieron burlados por tantos años de infructuosa búsqueda.
Vieron salir a la vieja con la cesta de ropa sucia bajo el brazo camino del lavadero, y al viejo con la azada al hombro, arrastrando su cojera hasta el pequeño huerto detrás de la vivienda. Germán, el niño, atendía en la escuela a las explicaciones del maestro.
Irrumpieron de golpe, sin que mediara llamada o advertencia alguna. Pedro ni siquiera había vislumbrado los tricornios charolados brillando a la luz del mediodía. Le perdió la confianza. Ya no atisbaba como antes por las rendijas de la ventana tratando de distinguir las siluetas de los civiles merodeando en las proximidades de la casa. Los del cuartelillo parecían haberle olvidado, o eso creía él. Le sorprendieron con la chaira en la mano echando medias suelas a las botas de su hijo. Era cuanto podía hacer por él. Reparar su calzado, mirarle los cuadernos de la escuela, contemplarle cuando dormía. Ni un solo beso, ni un abrazo le había dado estando el chiquillo despierto. El chaval ignoraba la existencia del padre. Así lo habían acordado entre todos: “Los guajes no tienen prudencia; cualquiera puede sonsacarles” había prevenido la abuela.
Pedro ni siquiera intentó defenderse. Arrojó la cuchilla al suelo y alzó los brazos. Las botas del hijo quedarían a medio arreglar.
Juana estaba demasiado lejos para escuchar la imperiosa exigencia del sargento “corre, ¡cabrón!, corre”, ni oír los disparos que se sucedieron. Llegó a tiempo, eso sí, de encontrar a su marido tendido en el suelo, boca abajo, con varios tiros en la espalda.
De anochecida, el maestro, don Saturnino, regresó a su casa. Volvía de la tertulia con el farmacéutico y el cura, como de costumbre. El alcalde no había asomado por la rebotica porque aquella tarde otros problemas de mayor enjundia ocupaban su atención. Se hallaba atareado con la muerte del “rojo”. Tampoco apareció el veterinario, pero eso no era ninguna novedad. El veterinario era un hombre reconcentrado y de pocas palabras que no gustaba de la conversación de los otros.
Saturnino se miró en el espejo de la entrada, al lado del perchero, se pasó la mano por la calva y se atusó el bigotillo negro. Desanudó la corbata también negra, y se remangó la camisa azul. Luego entró en el comedor y se sentó a corregir los deberes de los alumnos. Las letras se salían a veces de las rayas, pero eso era lo de menos. Ya aprenderían a escribir derecho. Lo importante era el contenido, la manera de expresarse, la puntuación y las faltas de ortografía. Sobre todo las faltas de ortografía. En ese tema don Saturnino era intransigente. Obligaba a los chicos a repetir hasta diez veces la misma palabra con la ortografía correcta. Abrió uno de los cuadernos de pastas blandas con la tabla de multiplicar en la última página y releyó el ejercicio que le había quedado a medio corregir.

Ejercicio de Redacción

MI CASA

Mi casa es parecida a todas las del pueblo es de piedra como las demás con las paredes hanchas y las bentanas estrechas. Dentro guele a humo porque siempre ay lumbre en la chimenea aunque sea verano y eso es porque a mi abuelo le duele la reuma. Abajo está la cocina y más abajo entodavía la bodega. Encima los cuartos de dormir y más arriba entodavía esta el desvan. En el desván ay un fantasma. Mi abuela dice que eso son bobadas mias, que como va a aber fantasmas si los fantasmas no esisten, que seran los ratones pero yo le hoigo caminar por la noche y hablar y además mi madre le contesta. Una vez se asomo a mi habitacion pero me dio miedo y cerre los ojos. Eso fue cuando era pequeño haora ya no tengo miedo y le oigo como el que olle llover pero el sigue andando por la casa, y por eso me gusta mi casa porque esta encantada igual que si fuera un castillo.
Faltaban por corregir los signos de puntuación, pero don Saturnino pasó por alto esa tarea. Luego abrió la hornilla del fogón y echó dentro el cuaderno de Germán para que lo devorara el fuego, tal como le habían aconsejado los guardias del cuartelillo cuando presentó la denuncia.

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Sin palabras.
Os recuerdo su blog: "Ultima luz": http://socoramos.blogspot.com/


1 comentario:

  1. ¿Por Dios, Bea, qué sonrojo! En absoluto merezco esos comentarios tan elogios que yo considero sinceros porque te han nacido del corazón y de tu generosidad sin límites, pero hay un dato importante -MUY IMPORTANTE- que has omitido: que aquel premio tuyo por el que te felicité, fue el pistoletazo de salida para arrojarme sin red en el mundo de la literatura, o por mejor decir de los certámenes literarios.
    Recién jubilada, y estimulada por tu ejemplo, me hice la siguiente reflexión: "Si Bea es capaz de compaginar trabajo, familia numerosa y literatura ¿que pretexto puedo presentarme a mí misma para no seguir esta vocación que he mantenido larvada durante medio siglo?" Y acto seguido comencé a escribir con alguna fortuna.
    A tí, Bea, debo el impulso que, con algún que otro altibajo, me mantiene en este mundo de la imaginación y la fantasía.
    Gracias, mil gracias una y otra vez por despertarme del sueño.
    Un abrazo, Soco

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