jueves, 22 de septiembre de 2011

UN CUENTO VERÍDICO

Fue ya hace algún tiempo, en una cena de enfermería. En la sobremesa final, es inevitable hablar de trabajo, de esas anécdotas que ocurren en los lugares que cada uno ocupa a lo largo de su vida profesional. Eso, y esta manía mía de convertir en relato escrito muchas de las cosas que me cuentan, dieron lugar a este que hoy os presento.
La historia es triste, pero tierna a la vez, sobre todo si se tiene en cuenta que ocurrió de verdad. La contó un colega que lleva media vida trabajando en un sanatorio psiquiátrico, desde cuando se llamaban "manicomios", y ha visto y vivido de todo. Yo la he suavizado un poco, a veces la realidad supera en dureza a la ficción.

EL ÁRBOL DE LOS MIMOS

En realidad, Miguelito nunca fue igual que los demás, y él, desde ese otro mundo en el que vivía, se daba cuenta de ello.

Mientras los otros chicos del pueblo corrían por las calles y jugaban a mil cosas distintas, él, con su mirada perdida en algún lugar del infinito, podía pasarse horas enteras observando las palomas de la plaza o las hormigas que se afanaban en transportar provisiones formando una una hilera interminable .

Pero aunque él no supiera expresarse, lo que sí tenía era un corazón lleno de sentimientos, por eso le dolía cuando alguien se reía de él, igual que se alegraba cuando su perrita Canela salía a recibirle tan efusiva que casi le tiraba al suelo. Pero lo que más confortaba a Miguelito era sentirse abrazado por su madre.

-¡Mimoso, que eres un mimoso! –le decía ella mientras le colmaba de besos y abrazos dejando el aire impregnado de su olor a vainilla, porque su madre tenía un perfume que era igualito que la vainilla y gracias a él Miguelito era capaz de adivinar su presencia desde mucho antes de que se acercase.
Algunas veces, iban de paseo los dos juntos, con Canela, que no se perdía una. Qué bien se sentía el niño con aquellas historias que le contaba su madre, con aquellos cuentos de soles y de estrellas que brillaban para él, de lunas llenas de plata para hacerle una lámpara en la noche, y de árboles que abrazaban los niños para que les llenasen de energía.


Bueno, había muchas cosas que a Miguelito se le escapaban, su madre hablaba tanto que no era capaz de seguirla, pero su voz sonaba como música para él, y aquella alegría que brotaba de ella le contagiaba de tal manera que a su lado no se sentía diferente, ella le hacía sentirse el niño más afortunado del mundo.

-Abrázate a los árboles, cariño, que ellos nos dan energía, nos dan fuerza para seguir viviendo.
La veía extender sus brazos en torno al tronco de algunos árboles de aquel plantío y cualquiera hubiese jurado que, efectivamente, de ellos brotaba fuerza suficiente como para sostener el mundo, porque para Miguelito, su madre era eso, el mundo entero.

-Hay árboles que dan frutas, otros dan madera y otros dan… ¡Mimos! Para ti tiene que haber uno que de mimos, porque mi niño es un mimoso. ¡Venga, mi vida, vamos a encontrarlo, anda! ¡Vamos a buscar el árbol que le de mimos a mi niño! Pero no se lo contaremos a nadie ¿vale? Será nuestro secreto y los secretos son muy importantes.

Pero el mundo gira sin cesar y en ese vaivén incontrolado de vueltas, a veces, ocurren cosas inesperadas, que si el resto de las personas no pueden comprender, Miguelito las comprendía mucho menos.

Un día dejó de oler a vainilla en la casa, se dejaron de escuchar risas y se terminaron los paseos por el bosque. Canela se acurrucaba junto a él, en silencio, mustia y sin ganas de corretear, no había mimos ni carantoñas, ni historias de lunas de plata.

-Vendré a verte, Miguelito, te llevaré a casa los fines de semana, ya lo verás- le dijo su padre mientras una enorme puerta de hierro les separaba y la perrita aullaba porque no la dejaban acompañar al niño.

Al principio, el padre iba todas las semanas a recogerle y lloraba amargamente cada vez que tenía que despedirse de su hijo. Después las visitas se fueron distanciando y las lágrimas también, hasta que, finalmente, el padre del niño dejó de ir a buscarle, y los médicos del centro creyeron que lo más conveniente sería avisarle del efecto que estaba teniendo en su hijo la ausencia total del vínculo familiar.

Un día, uno de los enfermeros se acercó hasta el pueblo con el niño que había dejado de responder a cualquier estímulo exterior, limitándose a existir, a respirar.
Por más que llamaron a la casa del padre, nadie abrió la puerta.
El enfermero hubiera jurado que en una de las ventanas había visto moverse una cortina.
Miguelito, que permanecía impasible en el asiento trasero del coche, supo que la casa no estaba vacía porque en su interior, Canela ladraba sin parar, como si hubiese adivinado la presencia de su pequeño amigo.

De regreso al centro, algo hizo reaccionar al chiquillo de tal manera que ante su intranquilidad el enfermero detuvo el vehículo. Era la primera vez en mucho tiempo que veía al niño comportarse así: estaba agitado, quería bajarse del coche y miraba con insistencia hacia el exterior, como si hubiese visto algo que llamase poderosamente su atención.
Intentando calmarle y sin separarse de su lado ni un momento, el hombre vio como Miguelito se acercaba a uno de los árboles del plantío al lado del cual se habían detenido.

El niño sacó de su bolsillo un pañuelo blanco, pequeño y arrugado del que jamás se separaba, lo acercó a su nariz, lo hizo ondear por el aire como si quisiera extender bien el suave aroma a vainilla que desprendía y después, se abrazó a uno de aquellos árboles tan fuerte como pudo.
-Y lloró- contaba después el enfermero cuando les refirió el episodio vivido al resto del personal del centro- Os juro que lloró.
-Aquí nunca ha llorado, ni se ha reído, ni ha hecho nada. ¿Cómo va a llorar por abrazarse a un árbol?
-Os digo que es así, hombre, que el crio lloró y… vamos, que casi lloro yo también.
Las risas de los compañeros disolvieron la reunión.


La noche estaba cayendo y la luna había vuelto a vestirse como una lámpara de plata.
Miguelito estaba tranquilo. Tenía un secreto que no le iba a contar nunca a nadie y eso le hacía sentirse feliz.
Los secretos son muy importantes, claro que sí.

Había encontrado el árbol de los mimos.
Sí, lo había encontrado.
Y al abrazarlo se había sentido mucho mejor, es lo que tiene conocer los árboles, que hay que encontrar el que no da frutas ni madera, hay que saber cuál da mimos.
Estrujaba su pañuelito blanco (casi negro ya) entre las manos, lo acercaba a la nariz y cerraba los ojos.
Soñaba en vainilla el niño.


No fue la última vez que fueron al pueblo el enfermero y él, no para llamar a la casa del padre, cuyas puertas nunca más se abrieron, sino para detenerse en el plantío y abrazar el árbol.
Una vez, incluso el propio enfermero se acercó disimulando, como mirando para otro sitio, observando si alguien podía verle, y cuando se aseguró de que estaban los dos solos, se atrevió a dar él también un abrazo al árbol.
¡Qué caramba! Si al chiquillo le venía de maravilla a lo mejor a él también le daba un poco de energía.
No se lo iba a contar a nadie, pero hubiera jurado que mientras lo hacía, había sentido como si alguien también le abrazase a él. Al fin y al cabo, las ramas de los árboles son muy parecidas a los brazos de las personas ¿no?


Sin duda llevaba mucho tiempo trabajando en aquel psiquiátrico.







6 comentarios:

  1. Duro,pero muy tierno,este relato...me ha gustado,un abrazo¡

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  2. Me parece una historia preciosa ...que nos debe hacer ver y sentir la sensibilidad que tienen algunos seres maravillosos...

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  3. Me parece una historia preciosa ...que nos debe hacer ver y sentir la sensibilidad que tienen algunos seres maravillosos...

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  4. Me parece una historia preciosa ...que nos debe hacer ver y sentir la sensibilidad que tienen algunos seres maravillosos...

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