miércoles, 26 de enero de 2011

SOL Y SOMBRA





Hoy, un relato sobre un tema que no domino, el de los toros, pero basándome en otro que, si no domino, al menos conozco, el de los sentimientos. Espero que os guste.




     El niño aprendió a andar con el capote en una mano y la muleta en la otra, no se me olvida, los mandé hacer adecuados a su tamaño, como si fueran de juguete, para que se fuese familiarizando con ellos.


Aprendimos juntos a caminar, él con la muleta de torerillo y yo con la muleta de cojo, ironías de la vida.


Le enseñé a amar al toro desde bien pequeño, a no tenerle miedo, su madre se enfadaba conmigo porque decía que ya habíamos tenido bastantes disgustos, pero lo decía con la boca pequeña, de sobra sabía ella que jamás podría apartarme de este mundo, por mis venas corre más sangre de torero que de hombre.


Y lo mismo le pasó al niño, se ve que estas cosas se heredan, como el color de los ojos o el tono del pelo.


Le vi crecer y con él crecía yo. Cada vez podía llevar un capote más grande, una muleta más recia, más de hombre.



La mía nunca cambió de tamaño, terminamos siendo uno sólo, la muleta, la cojera y yo, inseparables.


Al toro, todo menos rencor, se lo dije mil veces. Le enseñé a mirarlo de frente, a apreciar la nobleza de sus rasgos, la bravura de su raza, y el poderío del animal que sale al ruedo a morir, porque para eso ha nacido.


Al toro, mucho respeto, eso sí, y de pena nada, es un duelo, hombre y animal frente a frente, a matar o a morir, pero limpiamente, él lleva sus armas y tú las tuyas.


“El niño” viste hoy de plata y oro, ha sido su gusto, yo no le impuse nada. Le veo desde el burladero, su madre reza en la casa, otra vez, hacía ya años que no rezaba y hoy ha vuelto a empezar.


El paseíllo me pone los vellos de punta, ahí va él, a comerse el mundo, a ganarse a la gente, a querer al toro, que para eso lo mamó nada más nacer.



Los clarines me hacen recordar otra tarde, ese mismo plata y oro. Fuera la memoria, ahora se trata “del niño”, ya lo hemos dicho, todo menos rencor.


“Va por ti, padre”, me dice desde la arena, y yo aprieto mucho los dientes para que no se me note la emoción. Tira la montera, no la mira, yo tampoco.


El primero de la tarde, negro y zahíno, le recibe a puerta gayola, como un valiente, sí señor.


Y empiezan los pases, ese es mi “niño”. El público aplaude y hacen elogios a su arte, ganas me dan de gritar que yo soy su padre, pero me callo, sólo los de la cuadrilla me conocen, y no me pierden de vista, saben lo importante que es esta tarde para mí.


La faena está saliendo redonda, el toro también se comporta, buena ganadería, lo que yo digo, hay que hacer buena pareja, toro y torero de la misma calidad, para estar equilibrados.


Cambia el tercio, se ve que las oraciones de la madre hacen efecto, pero no hay que confiarse, a veces Dios mira para otro lado, tendrá tanto qué hacer...

 Tranquilidad, calma, hoy puede ser un gran día, su gran día.
“El niño” lo borda, el público le ovaciona, yo suelto la muleta para aplaudir a rabiar aunque me caiga al suelo, maldita sea.


De pronto la gente grita, se ponen en pie, no sé lo que ha pasado, me huele a sangre, ¡Dios mío, que sea del toro!


El traje plata y oro se tiñe de rojo, pero “el niño” sigue en pie, no dejes de rezar, mujer. ¡Qué ganas tengo de que acabe todo!


Recuerdo mis propias palabras, fuera el miedo, pero es que este es un miedo distinto, nunca lo sentí tan clavado dentro, ni cuando era yo el que estaba frente al toro, este miedo es diferente.


¡Muy bien matado, hijo mío! ¡Hasta el puño, a la primera! Y la gente le ovaciona, y yo no puedo más y digo “¡Es mi hijo, ese es mi hijo!”. Algunos me miran para la pierna y recuerdan el cartel de la corrida “El niño del cojo”, pero yo sigo a lo mío, ya no sujeto las lágrimas, me da lo mismo, “¡Es mi hijo, es el mejor!”


Le dan la vuelta al ruedo, le tiran flores, no paran de aplaudir. Al pasar por mi lado se baja de los hombros del compañero y me viene a abrazar fuerte, muy fuerte, yo disimulo, que no se me note la emoción, sólo la alegría.


Hoy es su tarde, su tarde de sol, de triunfo, de salir a hombros por la puerta grande, tengo que olvidar la mía, aquella maldita tarde de sombra en la que salí por la puerta de la enfermería y volví a casa sin pierna, con pena, pero sin rencor, ya lo dije.


Triunfa hijo mío, al fin y al cabo, la vida no es más que eso, pena y alegría, sol y sombra.




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