jueves, 2 de septiembre de 2010

LAS DIECISEIS CINCUENTA Y TRES, EXACTAMENTE.

Hoy os dejo un relato al que le tengo especial cariño porque está basado en algo que ocurrió hace unos meses.


Como siempre, mi único deseo es que os guste.



-¿Mamá? ¿Pero no oyes el móvil? Te he llamado no sé cuántas veces y no me lo has cogido.

-¡Ay, Dios! El móvil, el móvil…Si ya sabes que ni me acuerdo de él, hija, llámame al otro porque ya sabes que yo del móvil no me acuerdo.

Su hija se había empeñado en comprarle un móvil pero ella no se acostumbraba al aparato, lo dejaba metido en el bolso de la chaqueta o en el armario de la entrada, y no se volvía a acordar.
-A ver, trae aquí… ¡Pero si lo tienes sin batería! ¿No ves que si no lo cargas no sirve para nada?
Dos veces lo había puesto a la luz como le había enseñado su hija, dos veces en tres o cuatro meses que hacía que lo tenía, y era bien fácil, no le costaba ningún trabajo, pero se le olvidaba, esos inventos modernos ya no eran para ella, y además, le parecía un auténtico tostón tener que ir siempre cargada con él a todos los sitios, era como si ya nadie pudiese vivir sin el móvil dichoso.


Pero si hasta en el pueblo la gente parecía ir hablando sola por la calle y era que tenían un teléfono de aquellos pegado a la oreja.
-Toda la vida nos criamos sin tanto capricho, y mira, aquí estamos, tan campantes.
-Vale, mamá, pero los tiempos van cambiando, se van haciendo inventos nuevos, mejorando las cosas. Ya no se viaja en carros tirados por caballos, ahora se va en coche y es mejor ¿no?


-Tú porque vives al lado del paso a nivel desde siempre, y parece que en vez de sangre, lo que te corre por las venas sean trenes.
-Lo mamé, hija, lo mamé. No voy a cambiar ahora.
-Pero mujer, lo pasado, pasado está. Ya comprendo que lo mamases, como tú dices, porque desde pequeña viviste aquí, pero ahora que papá ya no está, podrías venirte al piso con nosotros.
-Sí, hombre, sí. En eso estaba ella pensando, en ir a meterse a un piso en el centro del pueblo, allí, encajonada entre otros muchos pisos y sin poder casi ni respirar, de eso nada.

Era cierto que las cosas habían cambiado desde que se hizo lo del Ave ese, su pequeña casita había quedado mucho más cerca de las vías, pero no importaba, estaba acostumbrada a vivir con el sonido de los trenes tan cerca de ella que ya podía casi identificar el que estaba pasando no sólo por el horario que se sabía de memoria, sino por el distinto sonido que hacían al circular sobre las vías.Tiempo atrás, los trenes iban más despacio, y cuando pasaban frente a su casa, no faltaba algún niño que desde el asiento le dijese adiós con la manita mientras la sonrisa se dibujaba en su cara de pequeño viajero ilusionado.


Ahora, ni adiós ni al demonio, pasaban como rayos, sobre todo el rápido ese, que se había hecho tan famoso.

El moderno, el Ave dichoso que tanto revuelo había preparado cuando estaban haciendo las vías, mira que habían sufrido todos los vecinos con las obras, mira que habían tardado en poner todo a punto para que pudiera pasar, y total, para nada, porque iba tan rápido que ni se le veía, parecía un cohete perdido que buscase la luna en la tierra.
Pero eso sí, era puntual como un clavo.

A las dieciséis cincuenta y tres pasaba todos los días por delante del paso a nivel como alma que lleva el diablo, ni un minuto más, ni un minuto menos.
A ella le gustaba comprobarlo con el reloj de la cocina, y no fallaba: escuchaba pasar el Ave cual mosquito gigante que zumba en el oído, y miraba el reloj. Exacto, cinco menos siete minutos (dieciséis cincuenta y tres, que dicen los de la Renfe). Tiempo justo de cambiar las zapatillas por unos zapatos para ir a recoger a Rober que salía a las cinco de la escuela (algunos días un poco antes, el maestro estaba deseando soltarles y no era tan cumplidor en el horario como el Ave).


Pero a ella le gustaba estar en la puerta antes de la hora, le encantaba ver salir a todos los chiquillos como cuando abren los toriles en las plazas de toros de la televisión. Parecían fierecillas desatadas e incansables en contraste con la cara escurrida del maestro, que a medida que pasaba la semana parecía irle llegando más al suelo.

-Bueno, hija, que no te preocupes de nada, que voy yo a por el niño, tú vete tranquila y descansa un poco, anda.
-¿Seguro? Mira que Rober puede ir sólo, que tampoco es tanto camino, mujer, si todos los amigos van solos.
-Pero yo no soy la abuela de los amigos, soy la suya y no me cuesta nada ir a recogerle cuando tengo la escuela a la puerta, que es cruzar la vía y ya está.
Por las mañanas lo dejaba el padre cuando iba a trabajar, pero por la tarde no podía y prefería mil veces ir ella a recogerle que hacer venir a su hija desde la otra parte del pueblo con aquella barriga de ocho meses que parecía que iba a perder por el camino.
Pronto nacería la niña, menuda ilusión tenía con la llegada de la pequeña. Si ya con su nieto estaba encantada, no sabía ni lo que podía sentir cuando tuviese a los dos niños con ella.
-Bueno, pues entonces quedamos en eso, en que vas tú.
-Que sí, pesada, que sí, que voy yo.
-Y pon a cargar el móvil, no te olvides.
-¿Algo más, hija mía? Porque vamos, te debes creer que ya chocheo.
-No te enfades, mamá, pero es que tienes el reloj del salón sin pilas, la bombilla del baño fundida, la televisión de la cocina que no se oye… A ver si un día le digo a Jose que se pase por aquí y te mire todo eso, porque si no…
-Deja a Jose tranquilo que bastantes cosas tiene que hacer, anda. Además, el reloj del salón no me hace falta porque tengo el de la cocina.
-El de la cocina iba hoy adelantado…
-¡Que no, hija, que no! Tú tranquila, y no te preocupes, que en el baño veo de sobra con la otra bombilla que tiene, y la tele no es que no tenga voz, es que se la he quitado porque como cada poco pasa un tren, no me entero de nada, además, para la cantidad de tonterías que dicen…
-Bueno, pero estando sola, te hace compañía, así no está la casa tan en silencio.
-¿En silencio? Parece que nunca viviste aquí, hija mía, que cada poco pasa un tren que hace temblar los cristales, ¿qué silencio voy a tener? Venga, mira a ver si marchas pronto que va a pasar el mercancías de las doce y diecinueve. Vete despacio no tropieces en la vía y mira bien antes de cruzar.
Su hija no pudo evitar sonreír al escuchar de su madre las mismas recomendaciones que llevaba escuchando desde que era niña y cruzaba cada día aquel dichoso paso a nivel sin barreras para ir a la escuela a la que ahora iba su pequeño.
Mientras atravesaba las vías, pensaba que era curiosa la capacidad de adaptación de las personas pues el ruido ensordecedor que hizo el mercancías al pasar unos minutos más tarde de lo que había vaticinado su madre, la hizo estremecerse de pies a cabeza, y eso que cuando vivía con sus padres en aquella misma casa, ya ni se enteraba, estaba tan acostumbrada que ni los expresos de la noche lograban despertarla. Los trenes habían formado parte de su vida, como ahora formaban parte de la de Rober, al que le encantaba pasar las tardes en casa de la abuela, pegada su carita en la ventana mientras le daba buena cuenta a un bocadillo de jamón (del bueno) y esperaba impaciente el acelerado paso del siguiente convoy.


-¿Y por qué nunca vemos el Ave, abuela?

-Porque pasa cuando estás en la escuela, justito antes de que yo vaya a buscarte.

-¿Justito, justito?
-Sí, claro que justito, como que si se retrasan les tienen que devolver el dinero a los pasajeros, así que andan vivos para no fallar con la hora. Y a mí me vale para saber que ya tengo que salir a recogerte, porque pasa, exactamente, a las dieciséis cincuenta y tres, lo tengo comprobado con el reloj, no falla.
-¿El reloj de la cocina? ¡Pero si es más viejo que el catarro!
-¡Claro que es viejo! ¿Y qué? Funciona mejor que los nuevos, ni lo tengo que poner a cargar a la luz ni nada de nada, de pascuas a ramos le doy cuerda y ya está.
Lo había heredado de sus abuelos, un reloj de péndulo de los que ya no se encontraban, y aunque su hija le decía que no pegaba ni con cola en la cocina, no lo iba a quitar, el reloj aquel se iría de allí cuando ella se fuese de este mundo, que les enterrasen a los dos juntos, que al fin y al cabo, debían de ser igual de viejos.
¡Concho! Las cinco menos cuarto, otro día que se le pasaba el tiempo volando. Fuera el delantal y a atusarse un poco el pelo, que iba a recoger al niño para llevarle a dar un paseo, a ver si veían las cigüeñas en la torre de la iglesia, que este año habían llegado antes de San Blas.

-¿Esas son las que van a traer a la hermanita?
-Esas, esas, ya verás como un día vemos una cargada con un paquete y resulta que es la hermanita que ya llega.
Cinco menos diez. Se cepillaba un poco la falda, en cuanto pasase el Ave, saldría de casa. Era una bendición tener la escuela allí mismo.
Al reloj de la cocina le faltaban siete minutos para las cinco. ¿Cómo? ¿Y el Ave sin pasar? ¡Vaya calamidad! Hoy les iba a tocar pagar a los de la Renfe. Era la primera vez, desde que lo habían estrenado, que venía con retraso.

Bueno, bueno, pues a la calle, que el que no iba con retraso era el maestro, eso seguro, más bien al contrario.
Si ya decía ella que eso de que el Ave no fallaba ni un minuto no podía ser verdad, si hasta su reloj del alma, el de la cocina, adelantaba unos minutillos antes de pararse del todo cuando la cuerda empezaba a fallarle.
Dos cigüeñas atravesaron el cielo. Antes de cruzar la vía la abuela vio en la ventana de la escuela la carita de Rober que la saludaba feliz. Ella le hizo señas de que mirase hacia arriba, para que viese las aves que pronto le traerían a la hermanita.

Eran las dieciséis cincuenta y tres, exactamente.

Atravesaba las vías.

El niño miró al cielo y las vio pero no pudo decírselo a la abuela porque al maestro, de repente, se le antojó jugar a que era de noche y bajó la persiana de sopetón.

Horas después, el reloj de la cocina seguía marcando las dieciséis cincuenta y tres.

Eterna hora, que ya nunca dejaría de marcar su achacosa maquinaria antes de detenerse para siempre.

                                                                                                               -FIN-

(Para Tere. En recuerdo a su madre, porque a veces, la realidad supera la ficción)





                     

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