El día uno, al pasar la hoja del calendario para estrenar el mes, encontré un texto precioso. Mira qué bonito:
“El olor de mi casa”
Mi casa huele a rosas
y al pelo de mi madre,
a su piel de azucenas
y de lirios del valle.
Su pelo es como un bosque
que perfuma el aire.
La casa también huele
a tibieza y ternura
de la niña pequeña
que está en la cuna.
Está extraído de un libro de Carmen Gómez Ojea, titulado “El corazón de la casa” (Ed. Everest), y me pareció tan lindo que me alegró la mañana, porque casi, casi pude traer a mi mente el olor de aquella casa en la que fui pequeñita, en la que mi madre era el refugio, la seguridad y la calma, todo lo que se necesita al abrir la puerta de casa cuando llegas del colegio y siempre está ella, cuando años después echas la mente atrás y no encuentras rincón más tranquilo que el de la niñez a su lado, exactamente la misma sensación que me gustaría dejar a mí en mis hijos cuando en el futuro recuerden los años que vivieron junto a mí. El tiempo, sabio “colocador” de sensaciones, dirá si lo he logrado.
Mientras tanto vivo el día a día viéndoles crecer, evolucionar y madurar, cada uno en su edad, siendo consciente de que su padre y yo, con nuestro presente, estamos construyendo sus recuerdos.
De momento, me he comprado el libro, porque si todo es tan bonito como lo que leí esta mañana, voy a pasar un rato entrañable de lectura, de esos cerquita de la ventana con un colacao humeante y mis niños cerca, siempre cerca.
La ilustración es de Marina Seoane. La fotografía es de mi madre cuando tenía dieciocho años.
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