jueves, 2 de julio de 2009

¿Orgullo Gay?

Estos días se celebra la fiesta del “Orgullo Gay”, y a juzgar por las imágenes tan alegres y coloridas que nos llegan, es como si ser gay o lesbiana fuese algo tan fácil y divertido que hasta da un poco de rabia no serlo, caramba.
No pretendo posicionarme a favor ni en contra del evento, lo que no sé es si aporta algo a la aceptación que reclaman y que merecen sin discusión. No sé si esos espectáculos exagerados que dan les van a ayudar a que nadie les mire de forma diferente, que ya bastante mal lo pasan con la falsedad que existe, con la apariencia de “normalidad” que todos le damos, pero diciendo por lo bajinis “a mí que no me toque en casa”.
Ayer escuchaba en la radio a un chavalito que decía que de “normalidad y aceptación” nada de nada. Era gay y lo tenía que vivir a escondidas si no quería verse despreciado por su entorno y señalado tanto en el trabajo como entre su propia familia.
Les voy a dedicar este pequeño relato, sin plumas de colorines y tangas demoledores, sin carrozas ni iconos famosos, sin músicas ni pregones.
(Bueno, igual sí que me he posicionado un poco, pero es que no lo puedo evitar)
Espero que os guste.

Besos.

MADRE


Lo sabía desde hacía mucho tiempo, bueno, en realidad, creo que siempre lo supe, porque no hay detalle que a una madre se le pueda escapar, pero supongo que quise ponerme una venda delante de los ojos para no ver la realidad que me plantaba cara en cada una de sus miradas, para disfrazar de normalidad lo que, a pesar de serlo, yo quería esconder a toda costa.
Le obligué a ponerse siempre ropa de chico aunque le costase un disgusto cada vez, le compré camiones y pistolas creyendo que sería la mejor forma de reforzar aquella masculinidad que no existía, le separé de sus amigos escudándome en que eran los que estaban ejerciendo una influencia negativa en él. Pero nada me sirvió para satisfacer mi orgullo herido, nada para desagraviar aquello que yo, como madre, consideraba una ofensa, una burla malvada de la vida, un error de la naturaleza que lejos de ser sabia, como siempre se decía, conmigo había fallado de una manera brutal.
Cuando la edad hizo que se me escapase de las manos, que no hiciese caso de mis súplicas y que desoyese todos mis consejos para tratar de simular una vida lo más “normal” posible, me sentí tan desbordada por el tema, tan agotada en la lucha que llevaba años manteniendo para acallar lo que él se empeñaba en gritar a los cuatro vientos, que en un arrebato de dolor, tiré la toalla y le dije que no quería verle más.
Nunca pensé que unas palabras pudiesen pesar tanto, que fueran capaces de lastrar de aquella forma la tortura que comenzó para mí en el mismo instante en el que mi hijo cerró la puerta de casa y salió a enfrentarse al mundo sin el apoyo que más necesitaba, el mío.
Le busqué, traté en vano de seguir los pasos que había dado, alguien tenía que haberle visto, alguien podría darme una pista de él, pero toda esperanza se desvaneció cuando al cabo de unos meses de búsqueda desesperada, seguía sin tener ninguna noticia suya.
Nunca me he perdonado el daño que le hice.
Él a mí sí.
Bueno, tengo que decir “ella”, porque el día que abrí la puerta de casa y me encontré delante a aquella mujer, supe reconocer en su mirada la felicidad que yo le había negado y que por fin había logrado encontrar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¡¡Qué bien si comentas algo!!