-Mira, te saludan los niños, te
mandan besos. Diles tú algo anda. Diles que estás bien, que ya no tienes
fiebre, que casi no toses…
Luego, la cobertura falla y se
quiebran las voces como si el mazo de la realidad las hubiese roto en mil
pedazos.
-Bueno, pues contamos un cuento –dice
el hombre joven sentado en el borde de la cama. ¿Quieres uno de viajes o
prefieres de historias africanas de esas que te gustan tanto?
La negativa con la cabeza le deja
claro que ninguno de los que le sugiere le apetece en ese momento. Una mano emerge
de entre las sábanas y apunta a la estantería indicando lo que el hombre sabe
de sobra.
-¿El del héroe y la heroína?
¿Otra vez?
Una sonrisa pícara lo termina de
convencer. Toma el libro y se vuelve a sentar junto a ella, su voz lenta y
suave envuelve la estancia.
-Había una vez un hombre
que sin botas y sin capa capa
era un héroe silencioso
de la noche a la mañana.
Y una heroína encantada,
enfermita en una cama,
que era la madre del hombre,
el héroe al que adoraba.
Tenía el joven poderes
más no podía curar
la enfermedad de la madre,
y eso le hacía llorar…
Ella lo escuchaba atentamente y
aunque sin voz, hacía la mímica de todos los versos pues se sabía de memoria la
antigua historia del hombre que tenía capacidad para resolver los problemas de
los demás pero no podía curar a su madre hasta que al final le ofrecían la
posibilidad de salvarla a ella enfermando él y lo aceptaba.
-Bueno, ya está, mamá, mañana leemos
otro, que este es ya está muy visto. Ahora hay que beber un poco de agua y
comer unas cucharaditas de yogurt, venga, no te hagas la dormida que sé de
sobra que estás despierta.
Había adelgazado tanto que los
brazos se le habían quedado como mapas en los que se hubiesen dibujado
carreteras finísimas que eran todas las venas fácilmente visibles. Le atusó un
poco el pelo blanco y trató de recogérselo en un moño, como ella lo llevaba
siempre, pero al estar acostada era imposible mantenérselo. En unos días, si
todo iba bien y podía sentarla en el sillón ya procuraría peinarla mejor para
que no perdiera la coquetería de la que
habitualmente hacía gala.
Le estiró las sábanas y le
acomodó las almohadas intentando que se sintiese lo más a gusto posible.
El móvil vibró sobre la mesilla y
atendió la llamada desde la terraza de la habitación para no molestarla.
-No, ni reuniones, ni
videoconferencias, no estoy para nadie…Sí, ya sé que es importante… da igual si
es el ministro, le explicas que estoy ocupado y que no voy a perder ni un minuto,
todo puede esperar, gestiónalo tú como veas mejor, confío en ti… Mejor, sí,
está mejor. Gracias, muchas gracias, saludos.
Al regresar al lado de la madre
comprobó que estaba dormida. No obstante acercó su cara al rostro dela mujer y
cuando sintió la respiración de ella en su mejilla se quedó tranquilo, el movimiento
de su pecho al inhalar aire hacía a veces unas pausas que lo asustaban.
Besó su frente, volvió a ajustar
la ropa de la cama al pequeño cuerpo y se sentó en el sillón que tenía al lado.
Le habían ofrecido ingresarla
para evitar su propio contagio pero él prefirió tenerla en casa, cuidarla,
tratar de que no le faltase de nada.
El resto del mundo había dejado
de existir para él, de repente le daban igual los dividendos de la Bolsa, la
subida o bajada de las acciones, las inversiones en activos importantísimos o
las reuniones con el ministro de economía, todo le resultaba insignificante al lado
de la mujer que tanto había peleado para sacarlo adelante en una vida
complicada y falta de medios como la que ella había tenido que soportar.
Puso las piernas en alto, cogió
el libro que tenía empezado y respiró hondo. Se echó una manta por encima,
aunque tenía calor estaba empezando a tiritar, seguramente tenía unas décimas
de fiebre. La tos interrumpió la lectura en varias ocasiones así que se levantó
a tomar un poco de leche con miel aunque le hubiese dado igual tomar agua
porque hacía un par de días que había perdido el gusto y el olfato por
completo.
Bueno, tampoco le sorprendió, si
habían ganado una batalla, la más peligrosa, la más importante, podrían con la
siguiente.
Regresó al sillón, y ante la
imposibilidad de leer porque los temblores no le permitían sujetar el libro con
firmeza, puso una suave música en el móvil.
Escuchó de fondo los aplausos en las terrazas y ventanas
vecinas, debían ser las ocho. Hoy le tendrían que perdonar, no se encontraba
con fuerza para salir.
La luz del atardecer inundó el
cuarto de reflejos anaranjados.
El héroe y la heroína recuperaban
fuerzas para seguir peleando.
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