Tal vez con menos frecuencia, o tal vez nos enteramos menos, pero también ocurre y mucho más cerca de lo que imaginamos.
Este relato fue seleccionado y se publicó en el libro "Uno, nosotros, todos", que edita la Fundación de Derechos civiles, con motivo del certamen que convoca anualmente y en el que se admiten relatos y fotografías que ilustren su lema "Todos somos diferentes".
Siempre, siempre, mil gracias por leerme, nada tendría sentido sin unos ojos al otro lado de la pantalla.
("Incluso cuando se escribe para uno mismo, hay ocasiones en las que se necesita otro lector porque las palabras allanan caminos")
LA PUNTA DEL ICEBERG
Por primera vez la luna de mi
cielo no era menguante, y la sensación
de poder caminar sin tener que ir pendiente de no tensar demasiado la cadena
invisible que ataba mi cuello, me hacía sentir como un animalillo
al que le
permiten dar su primer paseo fuera de la jaula.
Temí
que el corazón se me saliera del pecho al cruzarme con otras personas,
seguramente que en mi cara podía leerse la inseguridad con la que caminaba, la
oscilación de mis pasos y hasta el temblor de las manos que, incapaces de salir
de los bolsos de la chaqueta, mantenían los puños apretados, tal vez
queriéndose aferrar al vacío al que mi cerebro por fin, se había empeñado en
saltar.
No
sé si la gente con la que me iba cruzando me miraba o no, porque no tuve valor para
levantar la mirada del suelo, iba contemplándome insistentemente los zapatos cuyo
pespunte serpenteante en el cuero me estaba aprendiendo de memoria.
El
viento me daba en la cara, removía mi pelo, seguramente hacía frío, pero yo no
lo notaba, lo único que quería era llenar los pulmones con él, con aquel aire
que tanto tiempo me había faltado, y que
de manera tímida se iba colando por cada uno de los poros de mi piel,
asombrándose como yo, de poder ocupar mi interior sin ser eliminado de
inmediato, porque hasta el oxígeno me había faltado todo aquel tiempo, aquel
maldito tiempo que ya era para siempre
pasado, y que a pesar de tener sólo unos minutos de antigüedad tenía que
empezar a parecerme muy lejano.
Me
detuve ante un escaparate y simulé fijarme en los artículos que exponían, pero
lo único que contemplaba era la figura encogida cuyo reflejo me devolvía el
cristal. Casi no me reconocía, me
costaba trabajo mirar de frente y
encontrarme con mis propios ojos, que desde aquella caricatura de lo que yo
había sido, me recriminaban por haber caído tan bajo, por haber soportado tanta
humillación, por haberme transformado en una marioneta absurda cuyos hilos se
habían convertido en las sogas que habían estado a punto de ahogarme para
siempre.
Me
tragué los reproches, así deshice el nudo que se me había puesto en la
garganta, no era lógico que me pusiese a llorar delante de aquel comercio, la
gente se iba a pensar que las ofertas que yo fingía mirar eran de pena.
No
era el momento de vapulearme, bastante anulada tenía ya el alma, durante tanto
tiempo pisoteada y menospreciada que parecía un papel arrugado con saña y
arrojado en la papelera sin piedad. Me iba a llevar mucha calma estirar cada
una de aquellas arrugas, pero no tenía prisa, por fin el tiempo era mío, por
fin mi vida era mía, había llegado el momento de erguir mi espalda, levantar la cabeza y caminar de
frente.
A
pesar de que la maleta que no llevaba me pesaba demasiado, tendría que aprender
a caminar con ella, a convencerme de que todo lo que contenía en su interior,
en mi interior, no era negativo, de que no era todo despreciable, de que al
menos una persona ya era capaz de apreciarme: yo.
Sí,
yo, que durante siglos me había abandonado y por fin me reencontraba en aquel
ser vulnerable y temeroso en el que me había convertido.
Me
paré delante del puesto de periódicos, en primera plana se repetía de nuevo la
misma noticia, otra mujer asesinada a manos de su pareja, la cifra aumentaba
cada día.
“La
punta del iceberg”, me dije, pensando en la cantidad de violencia que jamás
saldría a flote, aquella que no necesitaba poner la mano encima, aquella que
sin tocar un solo pelo del cuerpo era capaz de matar poco a poco, insidiosa,
regocijándose en sí misma.
-¡Caramba,
Luis!- me dijo el hombre del puesto- ¿Dónde está tu mujer? ¿No estará enferma?
Creo que es la primera vez en la vida que te veo sin ella.
No
me atreví a contestarle, no estaba acostumbrado a dirigirme yo solo a la gente.
No,
no estaba enferma, estaría en casa, tratando de recuperarse de la impresión que
le había causado el desconocido sonido de mi primer “NO”, de mi primer portazo, y de mi primera
esperanza.
-FIN-
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