Pues sí, seguramente que es la mejor manera de comenzar el camino, escribiendo, soñando proyectos que, tal vez salgan adelante o tal vez no, pero ilusiones que no falten.
Vamos a ello. Primer relato del año.
LA CASONA
A mi mente ha venido la imagen
del mueble que ocupaba toda la pared derecha y que, repleto de libros de todos
los tamaños y grosores imaginables, albergó en sus oscuras estanterías las
historias que ilustraron mi infancia. A la derecha del mueble, la chimenea,
ahora ennegrecida y fría, como una enorme boca que se hubiese tragado todos los
momentos de los que fue caluroso testigo. Delante de ella tenía lugar la
lectura diaria de aquellos cuentos que sin la voz de mi madre no hubiesen sido
los mismos, cuentos que cuando leíamos mi hermano y yo eran tan aburridos que
no conseguíamos llegar ni a la mitad, pero que cuando ella salpicaba de
sonrisas, voces de distintos personajes y aquella entonación especial que ponía
al leer, cobraban vida y no nos cansábamos de escuchar.
A principios de diciembre mi madre colocaba al otro lado de la chimenea el árbol y el nacimiento y cuando nosotros "nevábamos" con harina todo el decorado, ella daba por inaugurada la Navidad, mirándonos emocionada y con los ojos especialmente brillantes, mientras nos acariciaba la cabeza y nos decía algo que nunca entendimos: “¡Son tan importantes los recuerdos!".
Ahora, despojada toda la estancia de lo que no son sus propias paredes, me doy cuenta de que ella sigue aquí, flotando en esta niebla que se empeña en ensombrecer el día, que rescata todos los recuerdos que ella tanto se afanó en ir construyendo poco a poco, haciendo de su presente nuestro pasado, y de nuestro futuro la única razón de su vida.
En el sitio en el que antaño estaba el sofá que nunca utilizamos hay una sombra blanquecina en el suelo, como si todo lo que formó parte de la casa hubiese querido dejar su huella, ya fuesen muebles, cuadros que algún día colgaron de nuestros momentos, y hasta el crujir de las maderas del suelo, exactamente en el mismo sitio en el que crujían los pies de aquel otro que fui, y que hoy parece resucitar de un olvido que, por lo visto, nunca lo fue. Hace un momento hasta me pareció escuchar la voz de mi madre regañándonos por atrevernos a saltar sobre el sofá piel, aquel sofá que se hizo viejo de tanto estar reservado para las visitas que nunca llegaron.
Las telarañas extienden sus alas en los rincones del techo, como recuerdo de aquellas enormes lámparas de mil brazos que antaño me daban tanto miedo. Juraría que estoy escuchando las campanadas del antiguo carillón, aquellas que mi hermano me decía que eran las pisadas de un gigante que venía a por nosotros.
-Se va a quedar usted helado,
esto parece una nevera. Estas casonas viejas ya se sabe lo que son, las compran
para tirarlas y levantar bloques de pisos, pero claro, ahora, según está la
cosa, no hay quién compre esto ¿Quién lo iba a querer? En sus tiempos fue la
mejor casa del pueblo, pero ahora no es más que un edificio destartalado, una
osamenta que se cae a trozos. Lleva cerrada muchos años, una pena,
porque podían haber sacado un buen pico por ella, pero el que la compró nunca
quiso venir aquí a vivir, ya sabe usted lo que son los pueblos, empiezan a
correr cuentos de críos... Que si el chaval mayor había desaparecido, que si
nunca se volvió a saber de él... Pamplinas, pero que al final hicieron que la
casona quedase abandonada y se haya ido deteriorando poco a poco. Yo la enseño
porque me lo han encargado, pero vamos, de sobra sé yo que esto no se vende así
como así. Suba, suba, que arriba están los dormitorios.
-¡Mamá! ¡Luis me ha quitado mi
libro!
-¡Mamá! ¡Luis me ha roto la
hucha!
-¡Mamá! ¡A Luis le han castigado en el colegio por robar!
Y mi madre se enjugaba las lágrimas con un pañuelo bordado, tan delicado como ella, tan fino y distinguido que no fue capaz de ocultar tanta vergüenza como escurría de sus ojos. Yo corría a su lado para refugiarme de los capones que mi hermano me daba por chivato, e intentaba consolarla, a ningún niño le gusta ver a su madre llorando, mientras ella repetía como un salmo aquella frase que fue como un presagio: “Mal que no mejora, empeora, hijo, empeora”.
-Bueno, pues ya ve usted, lo que le decía, esto eran las habitaciones, hermosas como ya no las hacen ahora, de techos altos y con buenas ventanas, pero mire cómo está todo, echado a perder, para tirarlo, vamos.
Si cierro los ojos puedo ver a mi madre caminando con unas bayetas bajo los pies para que el suelo tuviese más brillo, recogiendo una miga casi invisible que se había caído, colocando hasta el último pliegue de las cortinas para que todo estuviese impecable, como si estuviésemos eternamente esperando la llegada de alguien, nunca supe de quién, porque nunca llegó nadie.
-También tiene un jardín, mire, mire, es grande, no crea que no. Ahora está todo seco, claro, pero no debe de ser mala tierra esta porque aún sin cuidarlo nadie hay un árbol allí que se mantiene verde y crece con todas ganas, qué cosas tiene la naturaleza ¿verdad?
Los dos árboles del fondo los plantó mi madre cuando nacimos mi hermano y yo, así que el suyo era un poco más alto que el mío.
-Un árbol es un compromiso-decía ella adelantada a su tiempo, inculcándonos siempre la protección de la naturaleza- hay que cuidarlo, procurarle todo lo que necesite, vigilar que no se tuerza en su crecimiento, porque si se desvía cuando aún es joven, se le puede enderezar, pero si no nos damos cuenta y se hace mayor, ya será tarde y siempre crecerá torcido-aquí hacía una breve pausa y luego añadía en un susurro aquellas tres palabras premonitorias- como las personas.
Tengo frente a mí el banco en el que tantas veces se iba ella a llorar para que no la viésemos, para que yo no la viese. La madera está seca y descolorida, parece un banco fantasma asomando entre la niebla. Y ella allí, acurrucada en su tristeza, siempre con algún motivo que la justificase, porque Luis la surtía de razones para llorar.
-Ya ve, la hacienda no es mala, no, pero claro, aquí hay mucho que invertir ¿verdad?
Luis el travieso, Luis el mal estudiante, Luis el pendenciero...
-¡Mamá! ¡A Luis le han castigado en el colegio por robar!
Y mi madre se enjugaba las lágrimas con un pañuelo bordado, tan delicado como ella, tan fino y distinguido que no fue capaz de ocultar tanta vergüenza como escurría de sus ojos. Yo corría a su lado para refugiarme de los capones que mi hermano me daba por chivato, e intentaba consolarla, a ningún niño le gusta ver a su madre llorando, mientras ella repetía como un salmo aquella frase que fue como un presagio: “Mal que no mejora, empeora, hijo, empeora”.
-Bueno, pues ya ve usted, lo que le decía, esto eran las habitaciones, hermosas como ya no las hacen ahora, de techos altos y con buenas ventanas, pero mire cómo está todo, echado a perder, para tirarlo, vamos.
Si cierro los ojos puedo ver a mi madre caminando con unas bayetas bajo los pies para que el suelo tuviese más brillo, recogiendo una miga casi invisible que se había caído, colocando hasta el último pliegue de las cortinas para que todo estuviese impecable, como si estuviésemos eternamente esperando la llegada de alguien, nunca supe de quién, porque nunca llegó nadie.
-También tiene un jardín, mire, mire, es grande, no crea que no. Ahora está todo seco, claro, pero no debe de ser mala tierra esta porque aún sin cuidarlo nadie hay un árbol allí que se mantiene verde y crece con todas ganas, qué cosas tiene la naturaleza ¿verdad?
Los dos árboles del fondo los plantó mi madre cuando nacimos mi hermano y yo, así que el suyo era un poco más alto que el mío.
-Un árbol es un compromiso-decía ella adelantada a su tiempo, inculcándonos siempre la protección de la naturaleza- hay que cuidarlo, procurarle todo lo que necesite, vigilar que no se tuerza en su crecimiento, porque si se desvía cuando aún es joven, se le puede enderezar, pero si no nos damos cuenta y se hace mayor, ya será tarde y siempre crecerá torcido-aquí hacía una breve pausa y luego añadía en un susurro aquellas tres palabras premonitorias- como las personas.
Tengo frente a mí el banco en el que tantas veces se iba ella a llorar para que no la viésemos, para que yo no la viese. La madera está seca y descolorida, parece un banco fantasma asomando entre la niebla. Y ella allí, acurrucada en su tristeza, siempre con algún motivo que la justificase, porque Luis la surtía de razones para llorar.
-Ya ve, la hacienda no es mala, no, pero claro, aquí hay mucho que invertir ¿verdad?
Luis el travieso, Luis el mal estudiante, Luis el pendenciero...
-Si esto pilla en otro
momento, levantan aquí un edificio como los de la capital, hace poco lo
estuvieron viendo unos para hacer un hotel de esos rurales que se llevan tanto
ahora, y no era mala cosa, claro, pero al final, no se decidieron. Ya le tenían
nombre y todo, “La casona del espíritu” le iban a llamar, ya ve qué ocurrencia.
Como en el pueblo les contaron las habladurías que hay sobre la casa, se les
vino ese nombre a la cabeza, pero nada, no hicieron nada porque en el banco no
les dieron el préstamo, ya ve, antes se lo daban a cualquiera, y ahora no se lo
dan ni a los que quieren invertir en un negocio y dar trabajo, esto no hay
quién lo entienda, así nos va, claro, así nos va.
De vuelta a la casa veo las herramientas que se guardaban en el
almacén, las que utilizaba el jardinero cuando venía a arreglar las plantas y a
dejarlo como le gustaba a ella, impecable, cada rosal bien podado, cada azucena
bien firme, ni una planta torcida, a mi madre no se torcieron nunca ni los
árboles ni las plantas del jardín, a mi madre solo se le torció su hijo.
-¿Le gustan las herramientas? Tenga cuidado, no las toque mucho, están oxidadas, sabe Dios los años que llevarán ahí, estas sí que sabrán de fantasmas y espíritus porque son las de la casa, no crea que son posteriores, no, son las de entonces, que con lo que valen ahora las cosas antiguas...
La vieja pala con el mango de madera, la hubiera reconocido entre mil, aquel mango que el jardinero había hecho con un tronco joven y retorcido como él solo, al fin y al cabo, los árboles que se niegan en enderezar su camino es mejor arrancarlos cuanto antes...como las personas.
Luis el ladronzuelo, Luis el mentiroso, Luis el que pegaba a los otros muchachos, Luis el que estropeaba la vida de mi madre, Luis, el que amargaba la mía.
-Dirá usted que soy como los chavales, que creo las historias esas de fantasmas, pero fíjese lo que le digo, yo cuando vengó a enseñar esta casa, noto como un frío así, por la espalda, que me deja mal a gusto, será que se va uno haciendo viejo ¿qué sé yo?
La pala, la maldita pala que casi desgarra mis manos aquella noche, mientras cavaba en el jardín y sudaba a pesar del frío del octubre aquel, que se metía en los huesos como la conciencia en la cabeza.
Mamá no lloró más, fue como si se hubiese secado, sus lágrimas se agotaron y el contorno de sus ojos se volvió como un desierto: seco y lleno de arrugas que se agolpaban como dunas movedizas que se extendían por su cara.
-¿Le gustan las herramientas? Tenga cuidado, no las toque mucho, están oxidadas, sabe Dios los años que llevarán ahí, estas sí que sabrán de fantasmas y espíritus porque son las de la casa, no crea que son posteriores, no, son las de entonces, que con lo que valen ahora las cosas antiguas...
La vieja pala con el mango de madera, la hubiera reconocido entre mil, aquel mango que el jardinero había hecho con un tronco joven y retorcido como él solo, al fin y al cabo, los árboles que se niegan en enderezar su camino es mejor arrancarlos cuanto antes...como las personas.
Luis el ladronzuelo, Luis el mentiroso, Luis el que pegaba a los otros muchachos, Luis el que estropeaba la vida de mi madre, Luis, el que amargaba la mía.
-Dirá usted que soy como los chavales, que creo las historias esas de fantasmas, pero fíjese lo que le digo, yo cuando vengó a enseñar esta casa, noto como un frío así, por la espalda, que me deja mal a gusto, será que se va uno haciendo viejo ¿qué sé yo?
La pala, la maldita pala que casi desgarra mis manos aquella noche, mientras cavaba en el jardín y sudaba a pesar del frío del octubre aquel, que se metía en los huesos como la conciencia en la cabeza.
Mamá no lloró más, fue como si se hubiese secado, sus lágrimas se agotaron y el contorno de sus ojos se volvió como un desierto: seco y lleno de arrugas que se agolpaban como dunas movedizas que se extendían por su cara.
Ya nadie nos importunaba la vida, estábamos los dos
tranquilos, sin sobresaltos ni disgustos continuos, sin embargo, ella no
sonreía, fue entonces cuando descubrí que l el llanto y la risa deben de
provenir del mismo lugar, y al desaparecer el primero, arrastra inevitablemente
a su compañera, dejando a la persona convertida en un ser vivo, simplemente
eso, un ser vivo incapaz de recuperar la felicidad que yo quería para ella.
-Por aquí se sube a la buhardilla, tenga cuidado no se
manche con el pasamanos, es de madera maciza, sólido como un roble, pero claro,
la madera hay que cuidarla.
-¡Como vea que bajáis otra vez resbalando por el
pasamanos os voy a castigar!
-Fíjese qué vistas, esto no hay quién lo mejore. Hoy no
se aprecia porque está el día de niebla, pero cuando está despejado, es una
maravilla. Asómese, hombre, asómese, desde aquí se controla bien todo el jardín.
¿Ve lo que le decía? Ese árbol ha crecido salvaje del todo, y mire lo verde que
está, es curioso, no crea que no, porque el que tiene al lado es la misma
especie y ya ve cómo está, seco y torcido como él solo. Lo que yo digo, que hay
cosas que no se pueden entender ¿verdad, usted?
Ella
jamás me reprochó nada, pero tampoco me quiso.
Cavó
conmigo aquella noche, húmeda y fría, igual que hoy, y luego, con la misma
pala, asentó el terreno en torno al árbol de Luis, que para siempre crecería
alto y verde como si hubiese transformado toda la maldad de él en energía y
fuerza para elevarse por encima de nosotros, mientras el mío, el árbol que, aunque
más pequeño, había ido creciendo derecho, comenzaba a inclinarse hacia un lado,
a alejarse de su compañero, de su hermano, del mío.
-¿No
nota usted como un escalofrío? ¡A ver si nos va a salir ahora el espíritu ese
que dicen que vaga por aquí! Ya le digo que yo no creo en esas historias, si el
chiquillo mayor desapareció, vaya usted a saber dónde iría, hace más de
cuarenta años así que no creo que siga por aquí ¿verdad, usted? Esto se cerró
cuando murió la madre, y del otro chico tampoco se ha vuelto a saber, ni se
hizo cargo de la hacienda, ni nada, le dio poderes a un pariente que fue el que
lo vendió, y ha ido de mano en mano hasta ahora, hasta que se caiga, que no
crea que le falta mucho. A ver si pasa la crisis esta del demonio y se vende,
porque claro, ahora…
-¿Y
cuánto dice que piden por ella?
Bonita narración. Muy evocadora.
ResponderEliminarque gran idea gracias, proyecto a la vista. para mis fotos diarias, mil gracias es una maravilla donde, ¿ quien ? no tiene una casona en su niñez, gracias me ha encantado
ResponderEliminarBuen comienzo de año, Beatriz.
ResponderEliminarEspero que el 2013 sea frondoso, lleno de buenas noticias.
Narración maravillosa, Bea, y como dices en tu blog "como la vida misma", porque los buenos recuerdos, que tanto nos endulzan la vida, nunca podremos separarlos de otros más dolorosos como le ocurre al personaje de tu cuento. Enhorabuena. Besos
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