jueves, 10 de junio de 2010

HOY, UN RELATO


Hoy, en León, hace un día lluvioso, gris, y más propio de meses otoñales que del verano que está tan cercano y que nos había engañado días atrás. Es un día como el que se describe en este relato que hoy os ofrezco, y que como siempre, espero que os guste.
(Como me encanta variar de estilos, hoy no toca nada infantil, hoy es para grandes.)



LIBRE

El otoño siempre fue la época del año que más me gustó, una estación sin grandes pretensiones, que casi pasa desapercibida, como si en vez de tener identidad propia fuese una simple transición entre el pretencioso calor del verano y la intimidación del invierno; un tiempo que discurre sin sobresaltos, pero que encierra una intensa vida.

Siempre me llamó la atención el cambio que se produce en los tonos de los árboles cuando Septiembre enfila la recta final, la forma de amarillear que tienen los campos, y la alfombra de hojas que acompañaba mis pasos de regreso a casa, como poniendo toda su caducidad a mis pies, intuyendo, tal vez, que ese tapiz multicolor iba a ser añorado por mí un otoño tras otro, cuando privada de pisarlo, privada de todo, pudiese sentirme, al fin, libre para siempre.

Desde esta minúscula ventana que acompaña mis días, no puedo si no intuir el color arrebolado de los árboles que ni siquiera veo dónde están. Apenas vislumbro un trozo de cielo rayado de negro en la pequeña distancia que existe entre un barrote y otro. Si el azul es intenso imagino un día muy soleado, y si por el contrario, mi pedazo de cielo está grisáceo pienso que tengo suerte de asomarme a una ventana tan diminuta que ni una nube cabe en el espacio de cielo que enmarca, un celeste cuadro que adorna la pared de mi celda. Pero a pesar de todo, me siento libre.


Libre porque no vivo obsesionada con sentir sus pasos cerca de mi puerta, que retumbaban en mi cabeza aunque estuviese muy lejos; libre porque no me tortura su recuerdo, que me quemaba el alma como si cada día amaneciese todo el sol del mundo dentro de mi pecho; libre porque mi corazón por fin se ha quedado a vivir conmigo, donde debe estar, de donde nunca debió irse y que, sin embargo, desoía mi voz y corría a su lado, para dejar de pertenecerme, para ser sólo de él, como en realidad era cada poro de mi piel, cada brillo de mis ojos, cada brizna de oxígeno que llenaba mis pulmones, porque hasta sin aire me quedaba cada vez que se iba de mi lado, y se fue tantas veces...


No le quería, porque querer es poco para lo que yo sentía por él. Querer no es nada, yo no quería ni siquiera amar, porque me faltaba sitio con ese verbo, no me cabían en él todos mis sentimientos, ni la mitad de mis pasiones y ni una cuarta parte del terremoto que se despertaba en mis entrañas cuando, como un animal en celo, imaginaba su proximidad.


Como no se han inventado las palabras que puedan recoger tanta fuerza, sólo puedo recordarlo, pero sin ponerle nombre, porque no lo tiene. Simplemente, me convertí en otra persona, me transformé en él mismo, me volví parte de su cuerpo cuando él estaba conmigo, de tal manera que cuando se iba, yo seguía sintiéndome él, para que su ausencia no me dejase sin aliento, para que pudiera, al menos, sostener la vida mientras regresaba.


Nunca supe dónde iba, no hice preguntas, sabía que era ave libre, que no podía anidar demasiado tiempo en el mismo sitio, que necesitaba abrir sus alas y volar sin límites para sentirse vivo, sin importarle lo que arrastraba a su paso, sabiendo como sabía que sin cadenas, me tenía amarrada a su piel como si la sangre que corría por mis venas fuese únicamente la suya.


Viví sus besos egoístas ahogándome en su afán de consumirme, escuché los susurros de su voz grave en mis oídos hasta tal punto que no sé si oía lo que deseaba, o soñaba lo que me hubiera gustado oír.


No podía hacerme suya, porque suya era desde la primera mirada, desde el primer esbozo de sonrisa en sus labios, desde la primera caricia que abrasó mi piel de tanto fuego como encendió. Era tan suya que aún cuando estaba dentro de mí, yo seguía dentro de él.


De mí se dijo de todo: que estaba loca, que era una perdida, que había enfermado de tanto dolor, y hasta que había sido víctima de algún extraño sortilegio que sin duda me había privado de la voluntad.


Burdas mentiras que la gente maquinaba para disfrazar la envidia que sentían al verme vagar por las calles esperando que volviera. Sí, porque no podía inspirar nada más que envidia viéndome destilar deseo en cada uno de mis pasos, sed de tenerle de nuevo, de que los días no tuviesen tantas horas; rabia de que los minutos fuesen tan sumamente largos cuando él no estaba y sin embargo, se esfumasen entre mis dedos sin darme cuenta cuando respiraba cerca de mi cuello, y yo sentía que el mundo se detenía porque no podía haber en todo el universo nada tan importante que pudiese competir con el hecho de sentir su boca casi mía.


Casi mía, porque tan suya como yo lo era, él nunca lo fue de mí.


Lo sabía, lo supe siempre, en la pequeña molécula de mi ser a la que se redujo mi cordura tuvo que hacerse presente la obviedad de que yo no era la única mujer en su vida, pero aplasté aquella miserable idea que alguna vez osaba asomarse desde la otra persona que yo había sido, la destruí con la misma fuerza con la que él me estrechaba entre sus brazos, intenté asfixiarla con los murmullos de placer que salían de mi cuerpo cuando él, simplemente me nombraba, pero no murió nunca del todo, aún no mataba yo bien.


Tan presa me fui sintiendo de aquella pasión, que sólo tenía mente para pensar cuándo volvería, no dónde se encontraría cuando no estaba conmigo.


Se burlaban de mí por esperarle, para hacerme sufrir me decían que jamás regresaría, pero como yo no tenía corazón porque él se lo había llevado, no podía sufrir ni padecer, sólo aguardar.


Todas las veces que se fue supe que tarde o temprano volvería.


Aquellos días los árboles estaban ya perdiendo el rojo intenso de todos los “Octubres”, de nuevo las hojas mullían mis pasos y en vez de abrigar las ramas ante la llegada del invierno, sin piedad ninguna, las iban dejando cada vez más desnudas.


Le sentí, le pensé llegando aquella misma tarde y hasta el último rincón de aquel que no era ya mi cuerpo, se preparó para él convirtiéndose todo en una húmeda sonrisa.


Por la noche, que es cuando mejor se ama, sentí las hojas crujir bajo sus pies en torno a mi casa, como si necesitase marcar el territorio que de sobra sabía sólo suyo.


Creí que era mi propio cuerpo el que gemía de placer antes de tiempo, o que tal vez él me llamase de aquella novedosa manera, como los animales tratan de llamar la atención de sus hembras, y atraída por aquel sonido placentero que circundaba mi casa, bajé la escalera presa, como siempre, de todo cuanto de él viniera.


No sé qué sentido me avisó para que me detuviese a coger el cuchillo antes de salir, supongo que el instinto de supervivencia no emigró con el resto de mi ser cuando dejé de ser yo misma para ser sólo él, y sin que me diese ni cuenta siquiera, sujeté el cuchillo en alto mientras salía de mi casa en busca de aquella voz, de aquella risa, de aquel susurro que de no ser porque ya estaba segura que no procedía de mí, lo hubiese jurado de tan femenina como me sonaba.


No se inmutó al verme, ni siquiera al darse cuenta de que ajeno a mi voluntad, el cuchillo seguía como un macabro estandarte de mis sentimientos en lo alto de mi brazo, siguió moviéndose rítmicamente sobre la mujer que tenía casi aplastada contra el suelo, justo debajo del balcón de mi cuarto, en el que tantas veces antes me había hecho sentir a mí lo mismo que en aquellos momentos parecía estar sintiendo ella.


Clavó los ojos en mí, para asegurarse de que lo estaba viendo todo. Me atravesó con la mirada fija sin dejar de bailar su cuerpo en ella. Y yo mirando.


Ella me estaba robando, y a mí no me gusta que me roben, no porque le considerase mío, sino porque nadie podía ni siquiera pensar en sentir lo que yo había sentido hasta aquel momento, porque no era verdad ni mentira, era sencillamente imposible.


Mientras me acercaba, él no apartaba la vista de mí, regalándome aquella sonrisa que tantas veces me había devorado, gozando de su cuerpo, gozando de mi dolor. Y yo mirando.


Debió de ser el destello que produjo el brillo de la luna sobre el filo del cuchillo lo que alertó la atención de la mujer, porque justo cuando iba a descargar el desaliento que me llenaba, en el medio de su pecho, se volvió hacia mí y me miró.


No era una simple mujer lo que tenía ante mí, era un espejo, un cruel espejo que me devolvía la mirada que hasta entonces había sido mía. Era igual que yo, otra prisionera de por vida, otro cuerpo que se había volcado en el suyo, otra víctima más de la tiranía de su boca, de sus besos, de su cuerpo, de su sincero engaño. Y él, pleno de satisfacción al ver la mirada de sus dos víctimas encontrándose, olvidó por completo el cuchillo que desviando la trayectoria inicial, fue a clavarse directamente en su corazón para que por fin el mío quedase libre.


Creo que me encontraron allí, sin soltar el arma, horas más tarde, sin una lágrima si quiera, simplemente a su lado, por fin equilibradas las posesiones, por fin iguales uno del otro, sin hacer otra cosa que mirar al cielo, grabándome muy dentro aquel azul intenso, sentada entre las hojas sonrojadas por el otoño, que corría por mis manos rojas, por su pecho rojo, envolviéndolo todo, despidiéndose de mí, que libre por fin, estaré cautiva para siempre.









1 comentario:

  1. Me ha encantado, describe a la perfección un sentimiento difícil de expresar, y algo tan humano como el sentirse querido, a pesar de que puede ser perjudicial, a veces hasta un punto peligroso. ¡Qué difícil el amor! TOMÁS.

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