viernes, 28 de febrero de 2020

EL MUNDO POR MONTERA


Me miro en el espejo y dos lagrimones escurren por mi cara. ¡Maldita sea! No quiero llorar.
            ¿No era esta imagen la que soñaba ver un día reflejada en el espejo?
             ¡Lo has logrado, mujer! 
            ¡MUJER!
            Respiro hondo, vuelvo a mirarme, soy yo, la que siempre quise ser, y aunque el camino ha sido duro, ha merecido la pena.
            ¿Y dicen que la Naturaleza es sabia?  No, no lo creo. ¿Por qué si no, me encerró en un cuerpo de hombre que odié desde pequeña?
            Y lo peor de todo: ¿Por qué he tenido que padecer todo el rechazo y la discriminación de la gente, si lo que me ha ocurrido no es culpa mía?
            Camino sobre los tacones y no me siento muy segura, me muevo un poco por este reducido espacio, al pasar por delante del espejo vuelvo a mirarme: por fin soy yo,  y…nadie me pega por ello.
           
            Tendría seis o siete años, y a mí ya me tiraba todo lo femenino, además, estaba rodeada de mujeres, porque tengo tres hermanas mayores, así que, accesorios no me faltaban.
            Aquella tarde me quedé solo en casa con mi padre,  y mientras él dormía la siesta, aproveché para subir al cuarto de las chicas.
            Me sentía feliz al poder quitarme los pantalones y las botas de “chicazo” que mi madre se empeñaba en ponerme todos los días.
            Me puse un sujetador de mi hermana, que me quedaba enorme, claro. Después me puse una falda que me llegaba hasta el suelo, y una camiseta con unos corazones, pero la ilusión de mi vida era andar con tacones, así que, me puse los más altos que tenía mi madre.
            Mi pequeño pie se escurría sobre el tacón, y los dedillos se me metían entre las tiras haciendo mucho más complicado de lo que yo pensaba el caminar sobre aquellos andamios.
            A los dos pasos, uno de los tacones se enganchó con el borde de la falda y el resultado fue mi estrepitosa caída en el suelo todo lo larga que era (que no era mucho, la verdad).
            Desperté a mi padre, subió, y al verme allí tirada, vestida con ropa de las chicas, se abalanzó sobre mí con tal enfado que por unos momentos pensé que mi corta vida se terminaba en aquel instante. Agarró una de las sandalias que se me había quitado, y empuñándola con furia por la puntera, descargó con ella todos los golpes que pudo sobre mi dolorido cuerpecillo, mientras me gritaba que iba a sacarme de la cabeza aquellas ideas pervertidas aunque fuese a base de golpes.
            Fue la primera vez que escuché la palabra “maricón”, pero desgraciadamente, no fue la última.
            Luego vino de apuntarme al equipo de fútbol, convencido de que era el sitio ideal para forjar hombres “hechos y derechos”, como mi padre decía. Aún me parece estar escuchando las risotadas de mis compañeros, sus insultos machacando mi cerebro, torturando mi pobre cabeza que ya de por sí estaba hecha un lío.
            Nunca estudié demasiado porque ir a la escuela era una tortura, pero sí que leí mucho. Leer significaba vivir vidas prestadas, “sufrir” grandes pasiones; pasear otros mundos. Historias, al fin y al cabo, intentos fallidos de olvidar la mía.
            Cuando mi padre se convenció de que lo mío no tenía cura, me montó en su camión y me dejó en una gasolinera que estaba en medio de la nada, allí sola, abandonada, para que pensase en el daño que estaba haciendo a la familia con mi tozudez.
            Regresé a casa haciendo auto-stop, con una chica muy agradable que llevaba puesto en la radio un programa en el que por primera vez escuché hablar de las operaciones de cambio de sexo. Desde aquel día, no pensé en nada más.
            Me fui del pueblo, donde nadie me perdonaba porque ignoraban que no había nada que perdonar, y empecé mi periplo por los diferentes médicos.
 “Quiero ser mujer”, esa era mi frase de entrada cada vez que iba a una consulta médica, y después continuaba: “Bueno, quiero parecerlo, porque serlo, ya lo soy”.
            Cuando logré pronunciar esas palabras, ya llevaba una buena mochila de burlas   y humillaciones a mis espaldas y con ellas aprendí que si quería es verme por fuera como me sentía por dentro, no había más remedio que afrontar la realidad y mirar hacia delante.
            Después de la operación creí que no lo contaba, pero ni una sola vez me he arrepentido de ello y a pesar de todas las complicaciones que tuve jamás salió de mi boca ni la más mínima queja.
            Solo ha habido una persona que me ha acompañado todo este tiempo, que me despidió aterrada cuando me metieron en el quirófano, que veló mis noches de angustia en el hospital, que soportó mis desilusiones y mis llantos. Ha curado mis heridas del cuerpo y del alma, ha calmado mis temores y ha levantado mi moral tantas veces como esta se ha venido abajo, que han sido muchas.
            Es la misma persona que espera nerviosa al otro lado de la puerta de este probador para verme salir vestida por primera vez tal y como a mí me gusta, con este vestido, con medias y con zapatos de tacón, sobre todo eso, con zapatos de tacón.
            Porque hoy es un día importante, hoy voy a volver a mi casa, a mi pueblo y quiere que todo el mundo me vea muy guapa, la que más.
 Cuando abro la puerta me abraza muy fuerte y empieza a llorar.
— ¡Hija mía!
            Se me pone un nudo en la garganta solo de ver esos ojillos brillantes, ese orgullo discurriendo como un torrente entre las arrugas que las penas han dejado en esa figura menuda que tengo delante, porque mi madre es pequeña por fuera, pero muy grande por dentro.
            Hoy cuando lleguemos al pueblo, bajaré del tren con la cabeza bien alta, porque ella estará a mi lado,  porque gracias a ella he sido capaz de ponerme el mundo por montera.

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