Un relato que emana nostalgia, que en este tiempo otoñal se cuela por las rendijas de los sentimientos, despacito, como las hojas que alfombran el parque, sin hacer ni un ruido, pero cubriéndolo todo con su presencia.
PARA QUE NUNCA SE ACABE EL OTOÑO
Quiero escribir una carta al
recuerdo, antes de que se me olvide.
Recordar
es ahora lo único que me queda, porque recordar es vivir un poco otra vez,
traer al presente todo lo que se puede, aunque solo sea al presente de la mente.
Si
dentro de poco ya no podré tampoco acordarme de nada, no me importará lo que
sea de mí, un cuerpo sin mente no es más de lo que puede ser un banco del
parque o un mueble en una casa, o como dicen, muy bien dicho, un vegetal, al
que tan solo hay que echarle un poco de agua para que se mantenga.
No,
yo no quiero ser un vegetal, yo no quiero ser la abuela que ya no se entera de
nada y que traen de casa en casa como un equipaje que, en realidad, nadie
quiere tener consigo.
Yo
tengo mi propio equipaje. ¿O es que los sentimientos no son nada? ¿O es que lo
que yo he vivido no tiene ya sentido alguno?
Para
mí, lo tiene todo, es mi vida, y me empeño cada día en no olvidarla. Tal vez
este ejercicio de memoria me ayude a retrasar la inevitable llegada del olvido.
Tan
sabia como es la Naturaleza, algunas cosas no ha sabido hacerlas muy bien. No
entiendo por qué al llegar a esta edad, ahora que llevo ochenta años intentando
ganarme el derecho de vivir tranquila, tengo que asistir como un espectador a
mi propio deterioro mental.
No
me gusta, y no es justo.
No
quiero ver cómo se me olvidan las cosas, me niego a que dentro de unos meses no
sepa abrocharme los botones, no estoy dispuesta a tener delante a mis hijos y
no reconocerles.
¿Por qué tengo que admitir que me olvide de lo
más importante que tengo? : Mi vida,
esta vida en la que a veces un día puede
hacerse eterno y en la que tantos años parece que se hayan pasado en un
segundo.
Quiero
recordar, quiero recordarlo todo, quiero mi mente limpia para no olvidar las
tardes de otoño que he vivido, los árboles con tantos tonos distintos que me
daba pena que se les cayesen las hojas y siempre guardaba un montón de ellas
entre los libros, como si quisiese con ello detener un poco el tiempo.
Me
parece mentira que vaya a olvidarme de las caras de mis hijos, las caras que
más amo en el mundo. ¿Cómo puedo admitir que dentro de poco no sepa quiénes
son?
Recuerdo
cuando eran pequeños y la casa era un continuo bullicio, un jaleo de entrar y
salir gente, amigos de unos y de otros, siempre la casa llena de chiquillos,
siempre alegría, y yo, cansada, me quejaba de no tener tiempo para mí, tiempo,
que es lo único que tengo ahora, en esta misma casa, entonces con tanta gente y
ahora tan sola.
No
quiero que nadie me tire mi colección de cajitas inservibles. Las llevo
guardando desde hace mucho tiempo, ya sé que no sirven para nada, por eso las
llamo las “cajitas inservibles”, pero son mías, y me gusta mirarlas de vez en
cuando. Me daba pena tirarlas, a mí me parecía que podían servir para algo, y
ya ves, ahí están, al final sí que han servido, aunque sólo sea para formar
parte de mis recuerdos. Como mi colección de hojas de otoño, con sus distintas
tonalidades, detenidas para siempre dentro de
una enciclopedia de hace mil años que ahora ya sólo sirve para guardar
entre las suyas las hojas favoritas de mis otoños.
No
olvidaré la cocina de mi abuela, aquella cocina de carbón, que cuando llegaba
el frío poníamos encima a asar las castañas y toda la casa olía a otoño.
Qué
curioso, ahora la abuela soy yo.
Miro
las fotos y veo todo como si lo tuviese delante. Algunos ya no están, me da
pena, pero yo no me revelo contra la muerte, eso lo acepto, es parte de la
vida, lo que no entiendo es por qué hay que irse muriendo por partes, por qué
mi cerebro se va a estropear antes que mi cuerpo.
No
quiero, quiero tener al menos la capacidad de pensar, que cuando me ven y
hablan bajito creyendo que me he quedado dormida, nadie sepa que en ese momento
estoy muy lejos, que mis recuerdos me han llevado, por ejemplo, al mar, a la
primera vez que lo vi y me quedé admirada de ver lo grandísimo que era. Y que
nadie se entere de que aún me pregunto cómo no se cae el agua si dicen que la
Tierra es redonda, a ver, que me lo expliquen.
Ya
se darán cuenta de que con el pensamiento puede ir uno muy lejos, que es como
una máquina del tiempo, que te lleva donde quieres y a veces donde no quieres,
porque los recuerdos, en ocasiones, también duelen, pero si algo triste viene a
mi mente, me hago la tonta y no dejo que entre en mi cabeza, que para eso es
mía y me acuerdo de lo que quiero, no estoy yo ahora para tristezas.
Mis
nietos, a veces, se ríen conmigo cuando les cuento cosas de cuando era como
ellos, y luego no soy capaz de recordar lo que hice ayer.
Les
hablo de cuando no había televisión, ni coches, ni mandos a distancia, ni
ordenadores de esos que tienen ellos y que yo creo que son todo vicios que les
van a volver locos, pero bueno…
Me
miran extrañados, como si viniese de otro planeta, pero no.
Me
gustaría que supiesen lo feliz que se puede ser sólo con ver a tus hijos
dormidos y arroparles sin que se enteren.
Cuando
llegaba la noche y estábamos todos en casa, yo cerraba la puerta y me sentía
tan segura, que ya nada me preocupaba. La sensación de tener a mis hijos bajo
mi ala protectora, esa tampoco la podré olvidar, aunque ahora ya vuelen su
propia vida, lo que yo he vivido, ya no me lo quita nadie.
He
sido siempre muy sentimental, será por eso que ahora ya mayor (que no vieja),
me emociono con todo.
El
otro día vino mi nieto pequeño, con sus manitas llenas de hojas de árboles,
unas amarillentas, otras rojizas, y me dijo con su lengua de trapo: “Toma
abuela, ponlas con las tuyas, para que nunca se acabe el otoño”, y como una
tonta, casi me pongo a llorar, porque en sus ojos grandes vi reflejados los
míos, y en su vida que apenas acaba de empezar, vi el otoño de la mía.
¿Y
todo esto lo voy a olvidar?
No,
por mucho que diga ese tal Alzheimer lo que quiera, no me creo ni una palabra.
Quiero
mi mente libre para el recuerdo, y mientras pueda lo haré, tal vez de esa
forma, como dice mi nieto, nunca se acabe el otoño.
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Como siempre, qué bien si os gusta...
Ay, Bea, Bea... qué tristeza me ha entrado. Yo tampoco quiero olvidar.
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