Cuántas veces el temor arruina lo que podría haber resultado maravilloso . . . o no.
LA TELA DE ARAÑA
Los sentimientos no entienden de bandos, surgen y , al contrario que el
enemigo, van tendiendo puentes, uniendo soledades, aunando miserias bajo el
manto protector de la necesidad de afecto.
Ella, que no entendía absolutamente nada de alemán, leyó en los ojos
claros del muchacho el vacío, la lejanía del suelo propio, la ausencia de
amparo que cobijase el regreso tras la batalla . En su pelo rubio creyó ver
épocas mejores, reflejos dorados de tiempos venideros que, tarde o temprano,
llegarían. Y él no necesitó el idioma para expresarse, porque las miradas, las
caricias y el brillo de los ojos que se buscan, hablan una única lengua: la del
deseo, la del encuentro furtivo, la del amor que va creciendo a la sombra de
toques de queda y estallidos de granadas, inmerso en su propia guerra,
mutilando penas, trocándolas en esperanza y en promesas tejidas con penúltimos
besos, con abrazos interminables, con pitidos de trenes que se alejan, que se
pierden en raíles de lágrimas silenciosas, que no logran anegar el sueño de
volverse a ver.
Y el silencio se convierte en letra, la ilusión en cartas que van
llegando a cuentagotas, como tesoros robados al tiempo, como jeroglíficos
indescifrables en los que no se puede adivinar el gesto amado, mientras el
corazón reclama palabras que alivien la tristeza como medicina reparadora de
lesiones.
Por eso corrió ella calle arriba con un montón de cartas en busca del
eterno amigo que años atrás había estado en Alemania, solo él podría ayudarla,
solo su conocimiento del otro idioma le proporcionaría el alivio que
necesitaba, y , con la confianza que dan los años de amistad, le tendió el
pequeño hatillo de misivas extranjeras como si le confiase con ese gesto media
vida, como si fuese el último barco que pudiese alejarla de la eterna tristeza
en la que no quería sumirse.
Y él las tomó con la misma ternura con la que ella las entregaba,
estudiando la mirada temerosa de la amiga, la amiga del alma que descargaba en
sus manos tantos sentimientos que le pesaban demasiado, que se sentó a escuchar
y, él no pudo, no supo negarse.
Le leyó besos, abrazos, y hasta miradas leyó. Tradujo sueños, promesas y
secretos. Y mientras ella regaba el rostro con caminos salados que se sumían en
la distancia, él empezó a leer silencios, lejanía y una chispa de olvido.
Las cartas seguían llegando a pesar de que la lectura sólo transmitía
indiferencia, abandono y desilusión. Ella no quería resignarse a lo que oía, y
aferrándose a la última esperanza continuó recibiendo las misivas, incluso más
frecuentes que antes, y entregándolas a su fiel traductor anhelando una gota
del entusiasmo perdido, del sabor almibarado del amor que se había ido
diluyendo entre los kilómetros que les separaban.
Y él leía no solo el papel, también leía entre líneas en el rostro de
ella, aquel rostro que hubiese gustado de acariciar como lo había hecho el
dichoso alemán que tanta huella había dejado en ella. Leía las malditas cartas
que no dejaban de llegar para esperanza de ella y para desdicha de él, que se
hubiese conformado con haber despertado en su eterna amiga la décima parte de
entusiasmo que suscitaban un sobre por abrir y unas palabras por descifrar.
Palabras que, a saber lo que pondrían, porque él, su lector, su traductor de
cabecera, jamás supo ni media palabra de alemán. El tiempo que pasó en el país
estuvo trabajando con un grupo de españoles que se dedicaban a ahorrar cuatro
pesetas para cuando regresasen, ni más ni menos, no estaban ellos como para
emplearse en el aprendizaje de idioma tan complicado. Pero no iba a descubrirle
eso a su amiga que parecía admirarle por ello, no iba a delatar su ignorancia,
prefería que siguiese creyendo que era un hombre culto, tal vez de esa manera
lograse llamar su atención y abandonar para siempre la categoría de amigo para
ascender algún escalón que le llevase hacia el lugar que tan profundamente
había conquistado el germano.
Y se dedicó a inventar. Palabras dulces y tiernas al principio, las que
le hubiese gustado decirle por su propia boca, frases hermosas cargadas de
sentimientos que, parapetadas en el escudo del otro no le causaban sonrojo
pronunciar, palabras más amargas después, cuando ella seguía flotando en su
nube azucarada y él se preguntaba si había hecho bien tejiendo aquella red de
la que no sabía cómo salir y en la que la veía a ella cada vez más atrapada,
esperando a su dichoso alemán que, persistente, no dejaba de escribir. Palabras
de olvido, de despedida incluso, inventó para ella, para que le borrase de su
memoria, para que dejase de suspirar tan profundamente cada vez que daba por
finalizada la supuesta lectura de otra carta.
Pero seguían llegando, él seguía leyendo y ella seguía esperando. Daba
igual la esposa que él había inventado para el lejano amante, e igual dieron
los hijos que fueron naciendo, ella siguió esperando sus traducciones mientras
hebras de plata entretejían la trenza de su pelo.
Jamás había conocido una mujer con semejante dosis de ilusión contenida,
con tal acúmulo de ceguera que le impidiese ver la realidad del amor que había
desaparecido al mismo ritmo que el suyo, el del solícito traductor, había ido
creciendo en la penumbra, y que era, ciertamente, el más ciego de los dos.
No vio nunca que las cartas que llegaban de Alemania estaban, en
realidad, selladas en el pueblo. No vio jamás que tras las primeras, que sí
fueron auténticas pero que dejaron de llegar a los pocos meses, las que su
amiga le daba a leer estaban escritas en un idioma inexistente, con palabras
inconexas e inventadas que no tenían otro valor que el que él creaba para ella.
No vio , no pudo ver, que su amiga del alma, por no vivir el dolor y la
vergüenza de haber sido olvidada por su fugaz enamorado, se dedicó a enviarse a
sí misma aquellas cartas en las que nada real ponía, pero a las que su lector,
su interprete de sueños, daba vida, generando en ella a la sensación
incomparable de ser amada en silencio, de ver cómo el amigo , claramente ignorante del idioma , transformaba las
palabras indescifrables en frases unas veces de amor y otras de olvido, unas
veces de miel y otras de amargura.
Y le pareció que era mejor seguir así, presos cada uno de su engaño, de
la tela de araña que se habían ido tejiendo en torno a sí mismos. Era tan dulce
dejarse llevar . . . Tal vez si no apostase de nuevo por el amor, no correría nunca
el riesgo de volver a perderlo.
No comprendió que quien no juega, jamás conocerá la desdicha de perder,
pero el precio que paga es alto, pues se priva también de la posibilidad de la
victoria.
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