Dejo aquí dos de esos momentos de diferencias que impactan.
El primero de ellos me llamó la atención el pasado día 11 de Julio, cuando España jugaba contra Holanda el último partido del mundial de fútbol y no se hablaba de otra cosa fueses donde fueses, era como si todo el mundo estuviese poseído por un espíritu de equipo, de unión por un fin, lo cual es estupendo porque pocas veces se da. En las terrazas de las cervecerías se agolpaba la gente frente a los televisores, las camisetas rojas vestían de color la calle como si ríos de tinta corriesen entre nosotros, y justo enfrente, al otro lado de la acera encontré también el otro lado de "la roja", el lado que sigue con sus problemas, con su miseria, con la vida que no se detiene aunque parezca lo contario, con los que aprovechan para ver si ha quedado algún resto de emoción tirado en la basura que les pueda servir para pasar la noche,
para llenar el estómago que lejos de cantar gol, clama por algo de comida, ajeno (¡hay que ver qué insensi-bles son los estómagos hambrien-tos!) al momento espectacular que se vive a su lado, eso sí, también de rojo.
El otro momento al que me refería es diferente, mucho más impactante, más doloroso, más intenso.
El mar, que tanto alboroto genera en los niños, que con sus risas y chillidos de emoción hacen la banda sonora de muchos ratos de nuestras vacaciones, me trajo la imagen más tierna que he visto estos días.
Mientras varias madres nos afanábamos en regañar a nuestros hijos por rebozarse en la arena, por salpicar o por mancharnos las toallas, había una dentro del agua con su hijo en brazos, un niño de unos nueve o diez años, aquejado de una parálisis cerebral que a penas tenía fuerza para sujetarse al flotador que rodeaba su delgadísimo cuerpo. La madre le mecía en el agua, despacio, con calma, con un gesto de infinita tristeza reflejado en aquella cara que era la imagen del dolor, en la que se podía atisbar una tenue pincelada de felicidad por si en algún rincón de su dañado cerebro, su hijo lograba encontrarse una pizca mejor dentro del agua que le acunaba, sujeto siempre por los únicos brazos que, estoy segura, son capaces de hacer lo que ella hacía sin recibir a cambio ni el menor gesto, conformándose sólo con la esperanza de que el baño le gustase a su pequeño.
En la orilla, el padre cuidaba de otro hijo que jugaba alegre en la arena. Cuando la madre salía del agua con su adorada carga bien sujeta, el padre iba presto a por una toalla para abrigarle.
Lanzo mis disculpas al aire por observarles a hurtadillas, pero de veras que no era curiosidad sino admiración lo que me llevaba a hacerlo. No tengo imágenes, claro, sólo esta del mar que iba y venía a nuestros pies dejándome con ganas de levantarle un monumento a aquella madre, aunque fuese de la misma arena con la que el resto de los niños construían castillos.
¿De qué nos quejaremos?
Beatriz, gracias por visitar mi blog. Espero te haya gustado como a mí el tuyo. gracias también por tu brazo de mar. Miguel
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