martes, 6 de julio de 2010

LA FLOR DEL MAL

Hoy me gustaría ofreceros un relato al que le tengo cariño porque gracias a él gané un premio en el Ayuntamiento de León en el 2008. Gustó tanto que me decidí a ampliarlo y escribí una novela juvenil sobre el mismo tema, ese texto todavía está pendiente de valoración en varias editoriales.
El relato se titula "La flor del mal", y como siempre me ocurre cuando toco temas así, espero que os guste al menos la forma en la que está escrito, porque lo demás no puede gustar a nadie, sobre todo sabiendo que está basado en hechos rigurosamente ciertos que siguen ocurriendo en nuestro mundo "civilizado" en pleno siglo XXI:

     "Me llamo Sanjana, y el pecado que cometí fue nacer mujer y venir al mundo en un poblado del sur de la India.



      Mi nombre, que significa “amor”, fue presagio de aquello a lo que no iba a tener derecho, aunque todo el que no recibí, lo guardé para dar.
      En la India, cuando se pertenece a las castas bajas, no digo a los intocables, que son los que no tienen derecho a nada, si no a las castas humildes, de familias sencillas que viven de trabajar en el campo, lo único que se tiene por ser mujer, son obligaciones, ni derechos ni nada, simplemente la obligación de acatar la voluntad de los demás: cuando se es soltera, la del padre y después la del marido, ese marido que eligen para ti casi nada más nacer y al que no conoces hasta el día de la boda.
     El que eligieron para mí era un buen hombre, campesino de Adpalayam, cuarenta años mayor que yo, y con el que me fui a vivir el mismo día que nos casamos, sin conocerle ni a él ni a nadie en aquel pueblo, pero sin quejarme de nada, porque era mi obligación, lo sabía desde niña, era mi destino, el que mis padres habían escrito para mí, y yo no hice nada para cambiarlo, entonces ni siquiera sabía que había otros motivos por los que casarse, otra razón que no fuese la obligación, no me podía imaginar otro sentido en la vida de una mujer que no fuese casarse y darle hijos a ese desconocido hombre con el que había que compartir el resto de la vida.


En el sur de la India, que es donde siempre viví, cuando nace una hija es como si hubiese ocurrido una desgracia. Es una zona en la que antiguamente hubo muchas guerras para las que hacían falta soldados, y cada mujer que nacía, era un soldado menos para el futuro. Además, todo el mundo sabe que las mujeres no tienen derecho a heredar de sus padres, por lo que las posesiones se pierden si no hay hijos varones, y encima, una mujer por mucho que trabaje, nunca lo hará igual que un hombre. Todo esto hace que sean consideradas una maldición para la familia.
     Por si esto era poco, siguen perdurando tradiciones tan ancestrales como la dote que hay que dar cuando una hija se casa, y para la cual, los padres de la novia tiene que estar ahorrando toda la vida o de lo contrario, la familia sufrirá la vergüenza de no poder pagarla cuando la hija llegue a la edad adecuada para contraer matrimonio, con lo que quedarían deshonrados para el resto de su vida.
   Por todo esto, no hay peor infortunio para unos padres que tener una hija y en una gran parte de las familias del sur de la India, cuando ocurre esto se toma una determinación drástica, que es deshacerse de esa ella. En el mejor de los casos, se conserva la primera, ese y no otro es el motivo de que yo viva; pero si el destino quiere que vengan otras hijas, antes de soportar la pesada carga que esto supondría, es preferible recurrir a los distintos métodos que hay para matar a esa niña.


     En Adpalayam, el método más utilizado es el de “la flor del mal”.
     Los campos de esta zona están cubiertos por adelfas que crecen silvestres mezclando los colores blancos y rosados de sus flores con el verde de los tallos, tapizándolo todo de vida y de muerte, pues la adelfa tiene en su interior un líquido lechoso que cura las heridas, sobre todo las de la lepra, ya que es un estupendo cicatrizante. Pero si este líquido es ingerido resulta venenoso, y en niños pequeños su efecto es mortal.
    Por eso, cuando una madre quiere poner fin a la vida de su hija, corta unas adelfas, le da a su hija un beso y vierte en su boca unas cuantas gotas de la savia blanca de esta planta. En unas horas, el corazón de la pequeña habrá dejado de latir, y nadie dirá ni hará nada para evitar que esto siga ocurriendo, porque las madres, abuelas y bisabuelas lo han hecho siempre así, y no hay razón para no seguir la costumbre.
   La policía lo sabe, los médicos lo saben, pero prefieren cerrar los ojos que emprender luchas perdidas de antemano, porque nadie quiere combatir contra las tradiciones cuyo origen se pierde en los tiempos, es preferible continuar diciendo que cada año miles de niñas pierden la vida por “muerte natural”.Lo que en otras culturas sería moralmente inadmisible, en la India no logra escandalizar a casi nadie, es admitido, tolerado y asumido por los padres y sobre todo, por las madres que se consideran culpables de parir hijas en vez de varones.
    Cuando supe que estaba embarazada por segunda vez, no tuve la menor duda de que era otra hija lo que llevaba dentro. Era todo tan igual a la vez anterior que supe que traería al mundo a mi segunda niña, pero no dije nada hasta que ella misma llegó para confirmar lo que yo intuía y lo que mi marido se negaba a admitir.
   “Permitirme” conservar con vida a mi hija mayor fue algo que me concedió como un deseo especial, algo que no debía volver a repetirse, y que ya nos condenaba a estar siempre ahorrando para darle una buena dote el día que la casáramos con el hombre que él ya había decidido, pero lo que era impensable era tener una segunda hija que definitivamente nos arruinaría además de sumirnos en la más absoluta de las deshonras ante familia y vecinos entre los cuales, nadie tenía dos hijas, por supuesto.
    Pocos minutos después de dar a luz, mi suegra se acercó a mí y me dijo en voz baja: “¿Cuándo lo harás?”. Después vinieron mis hermanas y mi cuñada, y también me preguntaron “¿Cuándo lo harás?”, y por último fue mi esposo el que me hizo la misma pregunta y me advirtió que iba a estar unos días fuera de la casa y que a su regreso quería que todo estuviese “solucionado”.
    Por la mañana, mi suegra dejó sobre la mesa un ramo de adelfas recién cortadas. “Cuanto más lo retrases, será peor”, me dijo.
    Y no mentía.
    Miré a mi hija recién nacida, aquel pedazo de mí misma que apenas había desplegado del todo su cuerpo después de estar tantos meses dentro de mí. Miré sus ojos que aún no me veían y aquella pequeña boca en la que yo tenía que depositar unas gotas, “sólo unas gotas serán suficientes”, me habían dicho las vecinas, y me pregunté para qué le había dado la vida si después se la tenía que quitar.
   Corté un trozo del tallo de la adelfa, exprimí unas gotas en una cuchara y brotaron blancas como una venenosa leche que estuviese deseando salir.
   Abrí la boca de la niña y ella buscó desesperada algo que chupar pues aún no le había dado nada de comer.


     Y no pude hacerlo.
     Puse mi pecho en su boca y succionó tranquila la única leche que una madre debe dar a su hija, la de la vida. Mi hija mayor nos miraba y en aquel momento supe que si ella me veía romper la cadena, tal vez en mi familia quedase rota para siempre, tal vez nunca se tuviese que dar el beso del mal, tal vez las adelfas se utilizasen en mi casa únicamente para adornar o curar alguna herida.
    Cuando mi marido regresó y nos encontró allí a las tres, ni siquiera se enfadó, no era un hombre de muchas palabras, pero las que pronunciaba eran para siempre, y lo único que me dijo era que tenía que escoger entre la vida con él o la vida con mis hijas, porque todo no podía ser.
    Nunca me he arrepentido de mi elección, aunque mi propia familia nos rechazase, aunque hayamos tenido que vivir de la caridad, aunque al principio me tachasen de loca. Cada vez que miraba los ojos de mis hijas, esos ojos profundamente negros, sabía que todo merecía la pena, todo por seguirlas teniendo a mi lado.
    El camino ha sido duro, trabajar el campo, atender a los animales, vender en los pequeños mercados... todo es complicado en este país en el que las vacas caminan libres por nuestras calles por estar consideradas como símbolo de la maternidad y la vida, mientras que al lado, muchas madres consideran casi normal deshacerse de sus hijas, un país en el que el desequilibrio de población ya está dejando sentir sus efectos.
   Cuando mis hijas tuvieron la edad adecuada empezaron a ir a la escuela, no quería que fuesen analfabetas, ignorantes de todo como lo había sido su madre, y cuando crecieron un poco, les expliqué por qué su padre se había desentendido de nosotras, por qué vivíamos solas y por qué yo quería que estudiasen mucho para que su vida no se limitase a tener siempre que obedecer.
    Me gustaba pensar que ellas iban a tener opinión propia, que lo que pensasen o dijesen le iba a importar a alguien, que su voz tendría que dejarse sentir porque la voz de la mujer es importante, es sabia, pausada, madura y experta, porque en las voces que se dejan oír va el peso de todas aquellas mujeres que jamás fueron escuchadas.
    Hoy, mi hija mayor se ha casado enamorada, y aunque no pude darle una dote, ha elegido a su esposo y se casó por amor. Y mi hija pequeña, aquella a la que no fui capaz de robarle la vida, dirige un departamento para ayuda a la infancia y la mujer en Delhi, desde donde lucha por los derechos de las niñas, sobre todo por ese derecho que es el primero de todos: el derecho a la vida.
    Sé que siguen muriendo criaturas por el simple hecho de haber nacido niñas, por las creencias que asocian mujeres con desgracias, por el peso de las costumbres y las tradiciones tan antiguas como absurdas, pero en algún momento hay que romper la cadena, y creo que aquel día que no le di a mi hija el beso del mal, escribí la primera página de nuestra nueva historia. Otras mujeres después, han ido escribiendo más, es un camino largo, pero lo importante es irlo recorriendo y que cada día esas costumbres queden un poco más en el recuerdo para dejar paso a la vida.


     Ahora me dedico a ir por los pueblos enseñando a las mujeres que hay tradiciones que merecen ser desterradas. Sé que para esto hace falta ayuda porque con las palabras no se quita el hambre de las hijas, pero el gobierno está empezando a asumir el problema, India está despertando.
    Quiero que mi país se conozca por la belleza de sus paisajes, por el enigma de sus montañas o por el misterio de sus gentes, no por ser el lugar del mundo en el que más niñas mueren.


   Quiero que cuando una madre abra la boca de su hija no sea para verter en ella veneno, si no para enseñarle a reclamar su derecho a vivir.



Desde Adpalayam (Tamil Nadu) Sur de India.

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Gracias por leerme.















4 comentarios:

  1. Beatriz, una historia terrible narrada de forma espectacular... Me ha encantado.

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  2. Lección para la vida, de la cual podemos aprender muchisimo y que nos enseña hasta donde puede llegar el ser humano por defender sus ideales, si esta convencido y seguro de lo que quiere. Bonito mensaje. Un saludo desde mi querido pais; Colombia.

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  3. Dios te bendiga por esa decisión. Dios ha puesto en el mundo todo a disposición del hombre....y esa planta...así como sirve para el bien...lo es también para el mal. Sabia decisión...Y Dios te iluminó y te dió fuerzas para luchar por el amor...colocado en tí y en tu hija...Qé bueno que todas las mujeres del mundo...luchásemos...por respetar la vida desde nuestro vientre..COMO LO HIZO LA mADRE DE JESÚS...nuestro SALVADOR..Un abrazo...! :)

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  4. que valiente mujer,,,lo mas importante es que fuiste TU REPRESENTANDO EL AMOR Y EL RESPETO POR LA VIDA,,,,SABIA DECISION ASI SE LE HUBIERA VENIDO EL MUN DO ENCIMA EL CUAL FUE ASI POR QUE FUE ABANDONADA POR SU MARIDO,,,,MAS NO POR DIOS,,,,QUE TENGAS MUCHAS BENDICIONES,,,,VALIENTE Y GUERRERA MUJER ABRAZOS!!!

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