Empiezan a florecer las lilas, y aunque las alteraciones de este tiempo loco las han malogrado, yo tengo un ramo de los que no se marchitan jamás, el que guarda el recuerdo.
Este relato va cargado de ellos:
" La casa de mis abuelos se ha quemado, y entre las llamas, se ha ido parte de mi infancia, de mis recuerdos, de mis raíces.
Las paredes que alojaron los mejores veranos de mi vida, se han desplomado, se han carbonizado tiñendo de negro una parte de mí misma.
El abuelo hace cuatro meses que murió, así no ha podido verlo, no ha tenido que sufrir al contemplar tanto trabajo perdido, tanto pasado convertido en cenizas. La abuela todavía no lo sabe, está demasiado débil como para soportar otro disgusto, ella sigue anclada a sus recuerdos, manteniendo viva la ilusión de regresar a aquella casa algún día, porque aunque vaya olvidando muchas cosas, su casa no la olvida jamás. Tal vez sea mejor dejar que conserve la imagen del lugar que siempre fue, que no sepa que un desaprensivo se coló un día entre sus muros y dejó que ardiera parte de la vida de todos nosotros.
Nací allí, porque antes se nacía en casa, y durante cuarenta años ha sido el sitio al que siempre he querido volver.
Aunque el tiempo se hacía notar en las grietas de las paredes, en el crujir de la madera al pisar sobre ella, o en el movimiento de los mosaicos del suelo que se iban despegando, la casa siempre estaba allí, a mis ojos, sólida, imperturbable, formando parte de la historia, al menos de mi historia.
Jamás se cambió nada de sitio, los adornos siempre han estado colocados igual, las fotografías en su lugar, los libros “amarilleando” fieles a su puesto, y el viejo juego de café, junto con el resto de vajillas que jamás se utilizaron, pero que formaban parte de la casa, que se reencontraban cada verano conmigo cuando año tras año regresábamos para que mi madre hiciera la limpieza general mientras los demás nos perdíamos entre los rincones de sobra conocidos.
Mi madre y yo regresamos el día que nos avisaron del incendio.
Por fuera, seguía la casa en pie, pero al entrar y ver cómo parte de ella se había desplomado, no pudimos evitar un nudo en el estómago, las lágrimas que salgan o no están por dentro, el dolor al ver algo tan nuestro profanado.
Mis sitios favoritos, los detalles que están grabados en mi mente, los sonidos, y el olor a limpio, el tacto de las cortinas recién lavadas, mis cinco sentidos crecieron en aquella casa y de repente se han fundido, se han tiznado igual que está todo, se han impregnado del olor a quemado que ahora tengo en mi ropa, en mi pelo, en mi alma…En el jardín que cuidaba la abuela las plantas crecen sin sentido, sin nadie que las guíe en su camino, luciendo para nadie, llenando el espacio con sus colores para que ningún ojo se deleite, oliendo para no llenar ningún pulmón con ese aroma especial que se mete por dentro del alma y se instala allí plácidamente.
No sé para qué, pero los lilares han florecido. La abuela siempre tenía ramos de lilas en casa, de rosas, de dalias, de “bocas de dragón”. El fuego no llegó al jardín, pero es lo mismo, es un jardín sin destinatario, como una carta que se envía para nadie, como un beso que se lanza al aire y que se perderá absurdo, sólo, vacío.
Hay que vaciar la casa, sacar lo que queda o dejarlo entre los escombros a lo que muy pronto se reducirá todo.
La abuela no lo sabe.
Ella que guardaba sus sábanas bordadas por mi madre, sin estrenar, por si un día venía el médico a casa, ella que tenía sus mejores camisones y las mantas de antaño con todo el cuidado del mundo para que las polillas no las deshiciesen…
Y ya no hay nada, ella no lo sabe, pero de su cuarto no quedan ni las paredes, nada.
En el salón mi madre se derrumba, los muebles de sus abuelos teñidos de humo negro, persianas derretidas, cristales estallados, cortinas deshechas…
Abrir todos los cajones, sacarlo todo, profanar la vida de la abuela, y ella sin saberlo, hablando de su casa, planeando regresar, fiel a su recuerdo que permanece inalterable, porque ni los años ni la falta de memoria, lógica en su edad, han podido con la imagen de su casa.
Llenamos cajas con trozos de vida, entre lágrimas y humo vamos abriendo puertas de armarios, mirando cajones...La abuela todo lo guardaba, lo nuevo, lo viejo, nunca tiraba nada, todo está allí, tal y como ellos lo dejaron la última vez sin saber que ya nunca volverían.
No sé qué hacer, me duelen los brazos de tenerlos caídos a lo largo del cuerpo, de no saber qué hacer con ellos, de cambiar cosas de sitio porque no soy capaz de decidir lo que hay que dejar y lo que no.
Me duele ver a mi madre sufrir de esta manera. Encima de la mesilla de noche está la última revista que leyó el abuelo, tal y como la dejó, y en el cajón, una cartera con fotografías y papeles suyos. Demasiados recuerdos para un día. Demasiados escombros fuera y dentro de nosotros.
Cuando no podemos más, cerramos las cajas y nos vamos.
Yo lo quiero todo, porque hasta el último detalle de la casa lo conozco desde que nací, me niego a borrarlo de mi mente, no me resigno a pensar que nada volverá a ser como antes.
Cojo el pequeño cuadro en el que decía: “Dios bendiga esta casa”, y que ahora está en la mía. Me llevo la vieja mecedora de la abuela, aquella que ellos nunca utilizaron pero que acunó mis sueños veraniegos, que acompañó mis ratos de lectura, que meció las calurosas tardes del verano en aquel salón, junto al mirador, junto a los sofás que después de llevar allí más de treinta años no llegaron a estrenarse, porque así era antes, se hacía la vida en la cocina y el comedor era por si venían visitas, que como normalmente eran “de casa”, nunca se pasaban al salón.
Mientras mi madre termina de recoger, me asomo por última vez a la galería, me dan ganas de meterme entre los barrotes de la barandilla para pasar a la terraza, como hacía de chiquilla.No puede ser, todo está negro, ahumado, tirado, rezumando soledad y tristeza, aquellas paredes que fueron mi palacio y mi guarida ya no encierran nada más que un inmenso vacío.
Antes de irnos vamos al jardín y cortamos unas lilas. ¡Huelen tan bien!
Huelen a niñez, a deseos de volver, a los abuelos despidiéndonos a la puerta, diciéndonos adiós con la mano. Huelen a ausencia de problemas, a tardes de descanso, a calor fuera, a fresco dentro, a flores en los jarrones, a sueños, a ilusiones...
Han quemado la casa, pero no podrán quemar jamás el recuerdo que ha dejado en mí, que ahora quieren salir todos afuera, que se me clavan en el alma de tan recientes como me parecen, pero que un día reposarán tranquilos, se asentarán, volveré a recordar la casa como siempre fue, con los abuelos, con mi niñez, con las raíces de mi vida, que un día comenzó precisamente allí.
De las paredes de mi casa cuelgan las cosas que traje de allí, es como si quisiera convertirla en una réplica de aquella: las niñas de Renoir tocan el piano en mi cuarto, la mecedora me espera en el salón, y algunos adornos de la casa están ahora ubicados en la mía. Tal vez un día, mis hijos lo tengan que desalojar, cuando yo no esté, porque mientras esté, lo quiero a mi lado, en mi casa, en mi vida, arraigado por dentro, para que si un día pierdo la memoria, su presencia me recuerde que la casa existió, que yo no lo soñé.
Las lilas perfuman mi cuarto, también le hemos llevado un ramo a la abuela, que se ha alegrado mucho al verlas, y nos pregunta si en la casa todo estaba bien.Mi madre, con la pena atenazándole la garganta, le dice que sí, que estaba todo muy bien. Una mentira piadosa que parte el alma al decirla.
Me siento más unida a mi madre, ella más fuerte, más activa que yo, pero unidas, con ese cordón umbilical que jamás desaparece del todo, y que se acorta cuando se comparten situaciones como la que hemos vivido.
La abuela coloca las lilas en un jarrón, como antaño en la otra casa, la suya, la de siempre. Las huele, está contenta y hace planes para la próxima vez que la llevemos.
Ella no lo sabe, pero las que tiene delante serán las últimas lilas".
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